martes, 7 de octubre de 2014

La literatura (hoy habría que agregar los documentales) violenta en el anarquismo - Luigi Fabbri

Para no dar lugar a equívocos, conviene que nos entendamos en primer lugar sobre las palabras. No existe una teoría del anarquismo violento. La anarquía es un conjunto de doctrinas sociales que tienen por fundamento común la eliminación de la autoridad coactiva del hombre sobre el hombre, y sus partidarios se reclutan, en su mayoría, entre las personas que repudian toda forma de violencia y que no aceptan ésta sino como medio de legítima defensa. Sin embargo, como no hay una línea precisa de separación entre la defensa y la ofensa, y como el concepto mismo de defensa puede ser entendido de maneras muy diversas, se producen de vez en vez actos de violencia, cometidos por anarquistas, en una forma de rebelión individual que atenta contra la vida de los jefes de estado y de los representantes más típicos de la clase dominante.

Estas manifestaciones de rebelión individual las agrupamos bajo el nombre de anarquismo violento, pero nada más que para ser entendidos, no porque el nombre refleje exactamente la realidad. De hecho, todos los partidos, sin exceptuar a ninguno, han pasado por el periodo en el cual uno o varios individuos cometieron, en su nombre, actos violentos de rebelión, tanto más cuando cada partido se hallara en el extremo último de oposición a las instituciones políticas o sociales que dominaran. Actualmente, el partido que se halla, o parece hallarse, en la vanguardia y en absoluta oposición con las instituciones dominantes, es el anarquista. Lógico es, pues, que las manifestaciones de rebelión violenta contra éstas asuman el nombre y ciertas características especiales del anarquismo.

Una vez dicho esto, quiero hacer notar, aunque sea brevemente, cosa que me parece no ha sido hecho aún, la influencia que la literatura tiene sobre estas manifestaciones de rebelión violenta y la influencia que de ésta recibe.

Naturalmente, dejo sin citar la literatura clásica, por más que podría hallar en Cicerón, en la biblia, en Shakespeare, en Alfieri, y en todos los libros de historia que corren de mano en mano entre la juventud, la justificación del delito político; de Judith con la historia sagrada y Bruto con la historia romana, hasta Orsini y Agesilao Milano en la historia moderna, hay toda una serie de delitos políticos de los cuales los historiadores y los poetas han hecho apologías, algunas veces injustas.

Pero no quiero hablar de esos delitos, ya porque me llevarían demasiado lejos, ya porque no sería difícil ver en ellos el concurso de circunstancias muy diversas que les daba muy diverso carácter. Quiero solamente referirme a aquella literatura que directa y abiertamente tiene relación con el delito político al que actualmente se da el nombre de anarquismo.

Desde el año 1880, ha habido siempre, con frecuencia, atentados anarquistas; pero su mayor número se halla en el periodo que va desde 1891 a 1894, especialmente en Francia, España e Italia. Ahora bien: yo no sé si alguien habrá observado que precisamente en dicho periodo floreció, sobre todo en Francia, una literatura ardiente que no se recataba de elevar al séptimo cielo todo atentado anarquista, frecuentemente hasta los menos simpáticos y justificables, y empleando un lenguaje que era verdaderamente una instigación a la propaganda por el hecho.

Los escritores que se dedicaban a esta especia de sport de literatura violenta estaban casi todos ellos completamente fuera del partido y del movimiento anarquista; rarísimos eran aquellos en quienes la manifestación literaria y artística correspondiese a una verdadera y propia persuasión teórica, a una consciente aceptación de las doctrinas anarquistas; casi todos obraban en su vida privada y pública en completa contradicción con las cosas terribles y las ideas afirmadas en un artículo, en una novela, en un cuento o en una poesía; a menudo sucedía que se hallaban declaraciones anarquistas violentísimas en obras de escritores muy conocidos como pertenecientes a partidos diametralmente opuestos al anarquismo.

Aun entre aquellos que por un momento pareció que habían abrazado seriamente las ideas anarquistas, tan sólo uno o dos conservaron más tarde su dirección intelectual -entre ellos no recuerdo más que a Mirbeau y Ekhoud-; los demás pasados dos o tres años, sostuvieron ya ideas del todo contrarias a las afirmadas antes con tanta virulencia.

Ravachol, que aun entre los anarquistas es el tipo de rebelde violento que menos simpatías conquistó, encontró entre los literatos numerosos apologistas; entre éstos, al lado de Mirbeau, a Paul Adam, algunos años después místico y militarista, que dió por hablar del tremendo dinamitero de un modo lo más paradojal que pueda imaginarse: Al fin -dijo poco más o menos Paul Adam- en estos tiempos de escepticismo y de vileza nos ha nacido un santo. No era como se ve, el santo de Fogazzaro, del cual tal vez Paul Adam estaría hoy dispuesto a hacer la apología. Lo más curioso es que los literatos eran propensos a aprobar más a aquellos actos de rebelión que los mismos anarquistas militantes, propiamente dichos, menos aprobaban, por considerar que su carácter era superabundantemente antisocial. ¿Quién no recuerda la expresión antihumana, por estética que fuese, de Laurent Tailhade -más tarde convertido al militarismo nacionalista- en el banquete que dió La Plume, en plena epidemia de explosiones dinamiteras, en 1893? La Plume, la notable e intelectual revista parisien, había organizado un banquete de poetas y literatos, y en dicho banquete fué cuando Tailhade soltó la conocida frase referente a los atentados por medio de las bombas:¡Qué importan las víctimas si el gesto es bello! Inútil decir que los anarquistas militantes desaprobaron, en nombre de su propia filosofía y de su partido, esa teoría estética de la violencia, pero la frase fue dicha e hizo su efecto.

El nacionalista Mauricio Barres, que había escrito una novela acentuadamente individualista intitulada El enemigo de las leyes, novela que los anarquistas hacían circular para hacer propaganda, escribió, poco después de la decapitación de Emilio Henry -cuyo atentado fue severamente juzgado por Eliseo Reclus-, un artículo lleno de admiración y entusiasmo. No me atrevo a reproducir ni siquiera un pequeño fragmento, porque en Italia, donde esto se escribe, no se pueden decir ciertas cosas ni a título de información literaria; para el que quiera satisfacer su curiosidad, lea el Journal de París del 20 de mayo de 1894 y quedará plenamente ilustrado sobre el particular. Incluso el clerical antisemita Eduardo Drumont, escribió, después de la decapitación de Vaillant, de tal modo, que sus palabras pasaron a una pequeña antología anarquista de ocasión.

A propósito de Vaillant que, como es sabido, fue un anarquista que arrojó una bomba en el parlamento francés, no puedo dejar en el olvido lo que escribió, al día siguiente de su ejecución, el célebre poeta nacionalista Francisco Coppée: Después de haber leido los particulares de la decapitación de Vaillant, he quedado pensativo... A pesar mío, ha surgido ante mi espíritu, bruscamente, otro espectáculo. He visto un grupo de hombres y de mujeres apretujándose unos contra otros, en medio del cerco, bajo las miradas de las multitudes, mientras de todas las gradas del inmenso anfiteatro surgía rugiente este grito formidable: ¡ad leones! y cerca del grupo los beluarios abrían la jaula de las fieras. ¡Oh, perdónadme, sublimes cristianos de la era de las persecuciones; vosotros que moristeis por afirmar vuestra fe de dulzura, de sacrificio y de bondad; perdónadme que os recuerde ante estos otros hombres tétricos de nuestro tiempo! ¡Pero en los ojos del anarquista camino de la guillotina brilla ¡oh dolor! la misma llama de intrépida locura que iluminó vuestros ojos!

Algo semejante decía más tarde, siempre a propósito de los atentados, otro literato y psicólogo insigne en su libro titulado En los arrabales, Enrique Lagret, el mismo que algún tiempo después reunió en un extenso volumen y presentó al público las sentencias del buen juez Magnaud. Podría extenderme mucho más reproduciendo juicios y apologías entusiastas de la violencia anarquista, o por lo menos justificaciones, en las que transpira todo lo contrario de la antipatía, de escritores como Eduardo Conte, la señora Severine, Descaves, Barrucaud, etc.

Cuando a fines de 1897 se representó en París el drama anarquista de Mirbeau, Los malos postores, en el cual los apóstrofes más violentos y revolucionarios se vierten a chorros, se produjo un gran entusiasmo en el ambiente intelectual de la capital de Francia. Como en las vísperas de la toma de la Bastilla, los poetas cortesanos y todos los espíritus inteligentes de la aristocracia y de la nobleza se entusiasmaron con las brillantes paradojas de los enciclopedistas, y las damas en voga se prestaron voluntariamente para recibir las mordaces sátiras de Beaumarchais y se deleitaban con las fantasías anarquizantes de Rabelais, así la burguesía intelectual de nuestros días se deleita circundando de poesía y exagerando las explosiones de ira que de vez en vez surgen de las profundidades misteriosas del sufrimiento humano.

El mismo Emilio Zola después de haber lanzado a la palestra como una bomba advertidora, su Germinal, tétrica novela de destrucción, en su París, glorifica a los anarquistas y hasta poetiza la figura de Salvat, el dinamitero, en el cual es fácil reconocer, pintado aún más violento de lo que era, el tipo de Vaillant. Leed la Mêlée sociale de Clémenceau, las Pages rouges de Severine, Sous le sabre de Juan Ajalbort, el Soleil des morts de Camilo Mauclair, la Chanson des Gueux y las Blasphèmes de Juan Richepin, los Idylles diaboliques de Adolfo Retté; hojead las colecciones de revistas aristocráticas como el Mercure de France, La Plume, La Revue blanche, los Entretiens politiques et littéraires y hallaréis, en verso o en prosa, en las críticas de arte como en las reseñas teatrales y bibliográficas, expresiones literarias tan violentas como jamás se leyeron en periódicos anarquistas verdaderos y propios, como jamás se oyeron en labios de los más sinceros militantes del partido anarquista. Se comprende como estos literatos llegaron a dar expresiones tan paradójicas a su pensamiento. El artista busca la belleza con preferencia a la utilidad de una actitud; he aquí porque lo que el sociólogo anarquista puede explicar pero no aprobar, produce en cambio el entusiasmo de un poeta o de un artista. El acto de rebelión, que tiene consciencia completa y absoluta de sus efectos, es condenable moralmente como cualquier otro acto de crueldad, aunque la intención hubiese sido buena, de igual modo que un cirujano condenaría que se cortara una pierna cuando no fuese preciso amputar más que un dedo del pie. Pero estas consideraciones de índole sociológica y humana, estas distinciones, las desprecia el individuo que ama la rebelión, no por el objetivo a que tiende, sino por su propia y sola belleza estética, señaladamente los individuos, artistas o literatos educados en la escuela de Nietzsche, que nunca fue anarquista, y que miran todos los actos por trágicos y sublimes que sean, únicamente desde el punto de vista estético y descartando todo concepto de bien o de mal. Todos estos individuos no han visto, del pensamiento anarquista, nada más que un matiz: el que afecta a la emancipación del individuo, descuidando en absoluto sus otros matices, particularmente el social, problema primordial, o sea, el matiz humanitario. De tal modo han llegado a concebir una anarquía implacable, impropiamente así llamada, según la cual puede ponerse en el altar a un Emilio Henry, pero también, a su lado, a un Passatore, un Nerón o un Ezzelino da Romano. Se comprenderá que semejantes actos tenían importancia solamente porque la poesía, la prosa, el drama o la novela, la pluma o el lápiz, hallaban en ellos una nueva fuente de formas y de belleza. Sabido es cuanto el amor a una bella frase, a una expresión original o a un verso vibrante, puede deformar el íntimo y verdadero pensamiento del escritor. El Leopardi que poéticamente gritaba: Las armas, vengan aquí las armas, en la práctica, estaba muy poco dispuesto y muy poco apto para empuñarlas seriamente. Como Paul Adam, habría llamado loco al que le hubiera preguntado en serio si aprobaba a sangre fría el asesinato de un ermitaño cometido por Ravachol, al cual, ya se sabe, calificó de santo.

En la apreciación de un hecho, el elemento estético es completamente diferente del elemento político-social. Ahora bien: a una doctrina que se basa en el raciocinio científico y que es eminentemente político-social, con evidente error se le atribuye la aplicación paradojal de lo que es sola y simplemente poesía y arte. En toda idea de renovación y de revolución, el arte y la poesía son ciertamente factores que tienen su importancia secundaria muy relativa, pero nunca de ningún modo tal como para poder imperar y tener derecho a guiar la acción individual y colectiva por los únicos efectos estéticos que se puedan obtener.

Independientemente de la bondad intrínseca de una idea, el arte se apodera de ella y la embellece a su gusto, aun a riesgo de transformarla totalmente, con tal de que pueda hallar en ella nuevas formas de belleza. Es ésa la suerte que les está reservada a todas las ideas nuevas y audaces que por su naturaleza se prestan mejor a la fantasía del artista. La historia de la literatura es una prueba viviente de que el arte es por naturaleza rebelde e innovador; todos los poetas, todos los novelistas, todos los dramaturgos fueron en sus orígenes rebeldes, aun cuando después cambiaran la blusa del bohemio por el frac académico o del cortesano. La literatura conservadora no ha volado nunca muy alto y siempre ha sido fastidiosa. Si alguna vez hubo poesía y arte en la aplicación de un pensamiento reaccionario, fue porque hubo en él rebelión y lucha, y así se explica el reflorecimiento poético y artístico de espiritualismo que en estos momentos encuentra renovadas energías.

Pero volviendo a lo dicho anteriormente, repito que ninguna, o muy mínima relación, existe entre el movimiento social anarquista de bases sociológicas y políticas y el florecimiento de la anarquía literaria fuera de ciertas expresiones y formas artísticas, y hallo la prueba en que los anarquistas militantes son corrientemente hombres de ciencia y filósofos, y sólo en rarísimos casos literatos y poetas. Como hemos visto, ciertos violentos apologistas de la violencia anarquista han sido frecuentemente verdaderos y propios reaccionarios en política. Y no faltan los que, aunque por un momento se llamaron anarquistas, más pronto o más tarde pasaron a otros campos y se volvieron nacionalistas como Paul Adam, militaristas como Laurent Tailhade, o socialistas como Manclair.

Si es verdad que el arte es expresión de la vida en una forma de belleza, ciertamente la literatura actual, tan saturada de espíritu anárquico, es una consecuencia del estado social en que nos hallamos y del periodo de rebelión que hemos atravesado.

Pero, a su vez, ciertas formas de literatura anárquica violenta, ejercen su influencia sobre el movimiento, de un modo que no debemos dejar de examinarlo. Las formas paradojales estéticas de la literatura anarquizante, han tenido sobre el mundo anarquista una repercusión enorme, la cual ha contribuido no poco a hacer perder de vista el lado socialista y humanitario del anarquismo y ha influido también no poco en el desarrollo del lado terrorista.

Pero, entendámonos: yo hago constar un hecho, y no por esto pretendo sostener que debemos poner un freno al arte y a la literatura, aunque sea con el fin de defender a la sociedad o de hacer caminar el movimiento revolucionario mejor por un sendero que no por otro. Sería lo mismo que colgar hojas de parra a los desnudos de nuestros museos para salvaguardar el pudor o, dirigir por vías más castas el pensamiento de los seminaristas o de los pensionistas que van a visitarlos. El caso es que el hecho que hago constar, es innegable. Séame permitido recordar un caso que yo mismo he podido observar. Cuando Emilio Henry, en 1894, arrojó una bomba en un café, todos los anarquistas que yo entonces conocía, encontraron ilógico o inútilmente cruel dicho atentado, y no disimularon su descontento y su desaprobación del acto cometido. Pero cuando, durante el proceso, Emilio Henry pronunció su célebre autodefensa, que es una verdadera joya literaria -confesado así hasta por el mismo Lombroso-, y cuando, después de su decapitación, tantos escritores, sin ser anarquistas, ensalzaron la figura del guillotinado, su lógica y su ingenio, la opinión de los anarquistas cambió, por lo menos en una gran mayoría de éstos, y el acto de Henry encontró, entre ellos, apologistas e imitadores. Como se ve, el lado estético, literario, arrinconó de un modo evidente el lado social, o mejor dicho antisocial, del atentado, y en este caso, la doctrina anarquista integral, nada tuvo que agradecer a la literatura. En efecto, le había prestado un flaco servicio.

Esta especie de literatura es la que ha hecho la mayor propaganda terrorista; una propaganda que en vano se buscará en todas las publicaciones, libros, folletos y periódicos que son verdaderamente la expresión del partido anarquista. ¿Quién no recuerda, para no citar más que un caso, en Italia, el magnífico artículo de Rastignac sobre Angiolillo? Pues bien: a pesar de que en este caso el autor del artículo dijo muchas verdades, a éstas mezcló bastantes paradojas, contra las cuales salió a la palestra precisamente Enrique Malatesta, que pasaba por ser uno de los anarquistas más violentos, cuando es de los más calmados y razonables. Debido a la influencia de esta literatura y no por otras razones no faltó quien quiso poner en práctica una de las inventivas más violentas y sólidas de la pluma del poeta Rapisardi, después de reproducirla en algunos números de un periódico terrorista denominado Pensiero e Dinamite, y este tal fue un joven cultísimo y bien acomodado siciliano que extinguió doce años de presidio por dicho motivo: Schicchi.

Ciertamente que tanto Rastignac como Rapisardi serían capaces de protestar, y tendrían razón, contra una afirmación de complicidad, aunque fuese indirecta. Pero esto no importa para que lo que digo pruebe que la sugestión artística y literaria puede ser -y no soy el primero en decirlo-, la determinante, no tan sólo de un acto preciso preestablecido, sino que también de una dirección mental del género de la de los anarquistas terroristas a quienes no se les alcanzan las inducciones y deducciones filosóficas de un Reclus o de un Kropotkin, o la lógica esquelética pero humanitaria de un Malatesta, como tampoco alguna violencia verbal o escrita de los consabidos periodiquillos de propaganda que nada tienen de literarios.


Luigi Fabbri

Fuente: Antorcha  

(El título del artículo no es el original. Figura con el título 'La literatura violenta en el anarquismo' dentro del libro Influencias Burguesas en el Anarquismo de Luigi Fabbri)


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