Para
no dar lugar a equívocos, conviene que nos entendamos en primer
lugar sobre las palabras. No existe una teoría del anarquismo
violento. La anarquía es un conjunto de doctrinas sociales que
tienen por fundamento común la eliminación de la autoridad coactiva
del hombre sobre el hombre, y sus partidarios se reclutan, en su
mayoría, entre las personas que repudian toda forma de violencia y
que no aceptan ésta sino como medio de legítima defensa. Sin
embargo, como no hay una línea precisa de separación entre la
defensa y la ofensa, y como el concepto mismo de defensa puede ser
entendido de maneras muy diversas, se producen de vez en vez actos de
violencia, cometidos por anarquistas, en una forma de rebelión
individual que atenta contra la vida de los jefes de estado y de los
representantes más típicos de la clase dominante.
Estas
manifestaciones de rebelión individual las agrupamos bajo el nombre
de anarquismo violento, pero nada más que para ser entendidos, no
porque el nombre refleje exactamente la realidad. De hecho, todos los
partidos, sin exceptuar a ninguno, han pasado por el periodo en el
cual uno o varios individuos cometieron, en su nombre, actos
violentos de rebelión, tanto más cuando cada partido se hallara en
el extremo último de oposición a las instituciones políticas o
sociales que dominaran. Actualmente, el partido que se halla, o
parece hallarse, en la vanguardia y en absoluta oposición con las
instituciones dominantes, es el anarquista. Lógico es, pues, que las
manifestaciones de rebelión violenta contra éstas asuman el nombre
y ciertas características especiales del anarquismo.
Una
vez dicho esto, quiero hacer notar, aunque sea brevemente, cosa que
me parece no ha sido hecho aún, la influencia que la literatura
tiene sobre estas manifestaciones de rebelión violenta y la
influencia que de ésta recibe.
Naturalmente,
dejo sin citar la literatura clásica, por más que podría hallar en
Cicerón, en la biblia, en Shakespeare, en Alfieri, y en todos los
libros de historia que corren de mano en mano entre la juventud, la
justificación del delito político; de Judith con la historia
sagrada y Bruto con la historia romana, hasta Orsini y Agesilao
Milano en la historia moderna, hay toda una serie de delitos
políticos de los cuales los historiadores y los poetas han hecho
apologías, algunas veces injustas.
Pero
no quiero hablar de esos delitos, ya porque me llevarían demasiado
lejos, ya porque no sería difícil ver en ellos el concurso de
circunstancias muy diversas que les daba muy diverso carácter.
Quiero solamente referirme a aquella literatura que directa y
abiertamente tiene relación con el delito político al que
actualmente se da el nombre de anarquismo.
Desde
el año 1880, ha habido siempre, con frecuencia, atentados
anarquistas; pero su mayor número se halla en el periodo que va
desde 1891 a 1894, especialmente en Francia, España e Italia. Ahora
bien: yo no sé si alguien habrá observado que precisamente en dicho
periodo floreció, sobre todo en Francia, una literatura ardiente que
no se recataba de elevar al séptimo cielo todo atentado anarquista,
frecuentemente hasta los menos simpáticos y justificables, y
empleando un lenguaje que era verdaderamente una instigación a la
propaganda por el hecho.
Los
escritores que se dedicaban a esta especia de sport de
literatura violenta estaban casi todos ellos completamente fuera del
partido y del movimiento anarquista; rarísimos eran aquellos en
quienes la manifestación literaria y artística correspondiese a una
verdadera y propia persuasión teórica, a una consciente aceptación
de las doctrinas anarquistas; casi todos obraban en su vida privada y
pública en completa contradicción con las cosas terribles y las
ideas afirmadas en un artículo, en una novela, en un cuento o en una
poesía; a menudo sucedía que se hallaban declaraciones anarquistas
violentísimas en obras de escritores muy conocidos como
pertenecientes a partidos diametralmente opuestos al anarquismo.
Aun
entre aquellos que por un momento pareció que habían abrazado
seriamente las ideas anarquistas, tan sólo uno o dos conservaron más
tarde su dirección intelectual -entre ellos no recuerdo más que a
Mirbeau y Ekhoud-; los demás pasados dos o tres años, sostuvieron
ya ideas del todo contrarias a las afirmadas antes con tanta
virulencia.
Ravachol,
que aun entre los anarquistas es el tipo de rebelde violento que
menos simpatías conquistó, encontró entre los literatos numerosos
apologistas; entre éstos, al lado de Mirbeau, a Paul Adam, algunos
años después místico y militarista, que dió por hablar del
tremendo dinamitero de un modo lo más paradojal que pueda
imaginarse: Al fin -dijo poco más o menos Paul Adam- en
estos tiempos de escepticismo y de vileza nos ha nacido un santo.
No era como se ve, el santo de Fogazzaro, del cual tal vez
Paul Adam estaría hoy dispuesto a hacer la apología. Lo más
curioso es que los literatos eran propensos a aprobar más a aquellos
actos de rebelión que los mismos anarquistas militantes, propiamente
dichos, menos aprobaban, por considerar que su carácter era
superabundantemente antisocial. ¿Quién no recuerda la expresión
antihumana, por estética que fuese, de Laurent Tailhade -más tarde
convertido al militarismo nacionalista- en el banquete que dió La
Plume, en plena epidemia de explosiones dinamiteras, en 1893? La
Plume, la notable e intelectual revista parisien, había
organizado un banquete de poetas y literatos, y en dicho banquete fué
cuando Tailhade soltó la conocida frase referente a los atentados
por medio de las bombas:¡Qué importan las víctimas si el gesto
es bello! Inútil decir que los anarquistas militantes
desaprobaron, en nombre de su propia filosofía y de su partido, esa
teoría estética de la violencia, pero la frase fue dicha e hizo su
efecto.
El
nacionalista Mauricio Barres, que había escrito una novela
acentuadamente individualista intitulada El enemigo de las leyes,
novela que los anarquistas hacían circular para hacer propaganda,
escribió, poco después de la decapitación de Emilio Henry -cuyo
atentado fue severamente juzgado por Eliseo Reclus-, un artículo
lleno de admiración y entusiasmo. No me atrevo a reproducir ni
siquiera un pequeño fragmento, porque en Italia, donde esto se
escribe, no se pueden decir ciertas cosas ni a título de información
literaria; para el que quiera satisfacer su curiosidad, lea el
Journal de París del 20 de mayo de 1894 y quedará plenamente
ilustrado sobre el particular. Incluso el clerical antisemita Eduardo
Drumont, escribió, después de la decapitación de Vaillant, de tal
modo, que sus palabras pasaron a una pequeña antología anarquista
de ocasión.
A
propósito de Vaillant que, como es sabido, fue un anarquista que
arrojó una bomba en el parlamento francés, no puedo dejar en el
olvido lo que escribió, al día siguiente de su ejecución, el
célebre poeta nacionalista Francisco Coppée: Después de haber
leido los particulares de la decapitación de Vaillant, he quedado
pensativo... A pesar mío, ha surgido ante mi espíritu, bruscamente,
otro espectáculo. He visto un grupo de hombres y de mujeres
apretujándose unos contra otros, en medio del cerco, bajo las
miradas de las multitudes, mientras de todas las gradas del inmenso
anfiteatro surgía rugiente este grito formidable: ¡ad leones! y
cerca del grupo los beluarios abrían la jaula de las fieras. ¡Oh,
perdónadme, sublimes cristianos de la era de las persecuciones;
vosotros que moristeis por afirmar vuestra fe de dulzura, de
sacrificio y de bondad; perdónadme que os recuerde ante estos otros
hombres tétricos de nuestro tiempo! ¡Pero en los ojos del
anarquista camino de la guillotina brilla ¡oh dolor! la misma llama
de intrépida locura que iluminó vuestros ojos!
Algo
semejante decía más tarde, siempre a propósito de los atentados,
otro literato y psicólogo insigne en su libro titulado En los
arrabales, Enrique Lagret, el mismo que algún tiempo después reunió
en un extenso volumen y presentó al público las sentencias del buen
juez Magnaud. Podría extenderme mucho más reproduciendo juicios
y apologías entusiastas de la violencia anarquista, o por lo menos
justificaciones, en las que transpira todo lo contrario de la
antipatía, de escritores como Eduardo Conte, la señora Severine,
Descaves, Barrucaud, etc.
Cuando
a fines de 1897 se representó en París el drama anarquista de
Mirbeau, Los malos postores, en el cual los apóstrofes más
violentos y revolucionarios se vierten a chorros, se produjo un gran
entusiasmo en el ambiente intelectual de la capital de Francia. Como
en las vísperas de la toma de la Bastilla, los poetas cortesanos y
todos los espíritus inteligentes de la aristocracia y de la nobleza
se entusiasmaron con las brillantes paradojas de los enciclopedistas,
y las damas en voga se prestaron voluntariamente para recibir las
mordaces sátiras de Beaumarchais y se deleitaban con las fantasías
anarquizantes de Rabelais, así la burguesía intelectual de nuestros
días se deleita circundando de poesía y exagerando las explosiones
de ira que de vez en vez surgen de las profundidades misteriosas del
sufrimiento humano.
El
mismo Emilio Zola después de haber lanzado a la palestra como una
bomba advertidora, su Germinal, tétrica novela de destrucción, en
su París, glorifica a los anarquistas y hasta poetiza la figura de
Salvat, el dinamitero, en el cual es fácil reconocer, pintado aún
más violento de lo que era, el tipo de Vaillant. Leed la Mêlée
sociale de Clémenceau, las Pages rouges de Severine, Sous le sabre
de Juan Ajalbort, el Soleil des morts de Camilo Mauclair, la Chanson
des Gueux y las Blasphèmes de Juan Richepin, los Idylles diaboliques
de Adolfo Retté; hojead las colecciones de revistas aristocráticas
como el Mercure de France, La Plume, La Revue
blanche, los Entretiens politiques et littéraires y
hallaréis, en verso o en prosa, en las críticas de arte como en las
reseñas teatrales y bibliográficas, expresiones literarias tan
violentas como jamás se leyeron en periódicos anarquistas
verdaderos y propios, como jamás se oyeron en labios de los más
sinceros militantes del partido anarquista. Se comprende como estos
literatos llegaron a dar expresiones tan paradójicas a su
pensamiento. El artista busca la belleza con preferencia a la
utilidad de una actitud; he aquí porque lo que el sociólogo
anarquista puede explicar pero no aprobar, produce en cambio el
entusiasmo de un poeta o de un artista. El acto de rebelión, que
tiene consciencia completa y absoluta de sus efectos, es condenable
moralmente como cualquier otro acto de crueldad, aunque la intención
hubiese sido buena, de igual modo que un cirujano condenaría que se
cortara una pierna cuando no fuese preciso amputar más que un dedo
del pie. Pero estas consideraciones de índole sociológica y humana,
estas distinciones, las desprecia el individuo que ama la rebelión,
no por el objetivo a que tiende, sino por su propia y sola belleza
estética, señaladamente los individuos, artistas o literatos
educados en la escuela de Nietzsche, que nunca fue anarquista, y que
miran todos los actos por trágicos y sublimes que sean, únicamente
desde el punto de vista estético y descartando todo concepto de bien
o de mal. Todos estos individuos no han visto, del pensamiento
anarquista, nada más que un matiz: el que afecta a la emancipación
del individuo, descuidando en absoluto sus otros matices,
particularmente el social, problema primordial, o sea, el matiz
humanitario. De tal modo han llegado a concebir una anarquía
implacable, impropiamente así llamada, según la cual puede ponerse
en el altar a un Emilio Henry, pero también, a su lado, a un
Passatore, un Nerón o un Ezzelino da Romano. Se comprenderá que
semejantes actos tenían importancia solamente porque la poesía, la
prosa, el drama o la novela, la pluma o el lápiz, hallaban en ellos
una nueva fuente de formas y de belleza. Sabido es cuanto el amor a
una bella frase, a una expresión original o a un verso vibrante,
puede deformar el íntimo y verdadero pensamiento del escritor. El
Leopardi que poéticamente gritaba: Las armas, vengan aquí las
armas, en la práctica, estaba muy poco dispuesto y muy poco apto
para empuñarlas seriamente. Como Paul Adam, habría llamado loco al
que le hubiera preguntado en serio si aprobaba a sangre fría el
asesinato de un ermitaño cometido por Ravachol, al cual, ya se sabe,
calificó de santo.
En
la apreciación de un hecho, el elemento estético es completamente
diferente del elemento político-social. Ahora bien: a una doctrina
que se basa en el raciocinio científico y que es eminentemente
político-social, con evidente error se le atribuye la aplicación
paradojal de lo que es sola y simplemente poesía y arte. En toda
idea de renovación y de revolución, el arte y la poesía son
ciertamente factores que tienen su importancia secundaria muy
relativa, pero nunca de ningún modo tal como para poder imperar y
tener derecho a guiar la acción individual y colectiva por los
únicos efectos estéticos que se puedan obtener.
Independientemente
de la bondad intrínseca de una idea, el arte se apodera de ella y la
embellece a su gusto, aun a riesgo de transformarla totalmente, con
tal de que pueda hallar en ella nuevas formas de belleza. Es ésa la
suerte que les está reservada a todas las ideas nuevas y audaces que
por su naturaleza se prestan mejor a la fantasía del artista. La
historia de la literatura es una prueba viviente de que el arte es
por naturaleza rebelde e innovador; todos los poetas, todos los
novelistas, todos los dramaturgos fueron en sus orígenes rebeldes,
aun cuando después cambiaran la blusa del bohemio por el frac
académico o del cortesano. La literatura conservadora no ha volado
nunca muy alto y siempre ha sido fastidiosa. Si alguna vez hubo
poesía y arte en la aplicación de un pensamiento reaccionario, fue
porque hubo en él rebelión y lucha, y así se explica el
reflorecimiento poético y artístico de espiritualismo que en estos
momentos encuentra renovadas energías.
Pero
volviendo a lo dicho anteriormente, repito que ninguna, o muy mínima
relación, existe entre el movimiento social anarquista de bases
sociológicas y políticas y el florecimiento de la anarquía
literaria fuera de ciertas expresiones y formas artísticas, y hallo
la prueba en que los anarquistas militantes son corrientemente
hombres de ciencia y filósofos, y sólo en rarísimos casos
literatos y poetas. Como hemos visto, ciertos violentos apologistas
de la violencia anarquista han sido frecuentemente verdaderos y
propios reaccionarios en política. Y no faltan los que, aunque por
un momento se llamaron anarquistas, más pronto o más tarde pasaron
a otros campos y se volvieron nacionalistas como Paul Adam,
militaristas como Laurent Tailhade, o socialistas como Manclair.
Si
es verdad que el arte es expresión de la vida en una forma de
belleza, ciertamente la literatura actual, tan saturada de espíritu
anárquico, es una consecuencia del estado social en que nos hallamos
y del periodo de rebelión que hemos atravesado.
Pero,
a su vez, ciertas formas de literatura anárquica violenta, ejercen
su influencia sobre el movimiento, de un modo que no debemos dejar de
examinarlo. Las formas paradojales estéticas de la literatura
anarquizante, han tenido sobre el mundo anarquista una repercusión
enorme, la cual ha contribuido no poco a hacer perder de vista el
lado socialista y humanitario del anarquismo y ha influido también
no poco en el desarrollo del lado terrorista.
Pero,
entendámonos: yo hago constar un hecho, y no por esto pretendo
sostener que debemos poner un freno al arte y a la literatura, aunque
sea con el fin de defender a la sociedad o de hacer caminar el
movimiento revolucionario mejor por un sendero que no por otro. Sería
lo mismo que colgar hojas de parra a los desnudos de nuestros museos
para salvaguardar el pudor o, dirigir por vías más castas el
pensamiento de los seminaristas o de los pensionistas que van a
visitarlos. El caso es que el hecho que hago constar, es innegable.
Séame permitido recordar un caso que yo mismo he podido observar.
Cuando Emilio Henry, en 1894, arrojó una bomba en un café, todos
los anarquistas que yo entonces conocía, encontraron ilógico o
inútilmente cruel dicho atentado, y no disimularon su descontento y
su desaprobación del acto cometido. Pero cuando, durante el proceso,
Emilio Henry pronunció su célebre autodefensa, que es una verdadera
joya literaria -confesado así hasta por el mismo Lombroso-, y
cuando, después de su decapitación, tantos escritores, sin ser
anarquistas, ensalzaron la figura del guillotinado, su lógica y su
ingenio, la opinión de los anarquistas cambió, por lo menos en una
gran mayoría de éstos, y el acto de Henry encontró, entre ellos,
apologistas e imitadores. Como se ve, el lado estético, literario,
arrinconó de un modo evidente el lado social, o mejor dicho
antisocial, del atentado, y en este caso, la doctrina anarquista
integral, nada tuvo que agradecer a la literatura. En efecto, le
había prestado un flaco servicio.
Esta
especie de literatura es la que ha hecho la mayor propaganda
terrorista; una propaganda que en vano se buscará en todas las
publicaciones, libros, folletos y periódicos que son verdaderamente
la expresión del partido anarquista. ¿Quién no recuerda, para no
citar más que un caso, en Italia, el magnífico artículo de
Rastignac sobre Angiolillo? Pues bien: a pesar de que en este caso el
autor del artículo dijo muchas verdades, a éstas mezcló bastantes
paradojas, contra las cuales salió a la palestra precisamente
Enrique Malatesta, que pasaba por ser uno de los anarquistas más
violentos, cuando es de los más calmados y razonables. Debido a la
influencia de esta literatura y no por otras razones no faltó quien
quiso poner en práctica una de las inventivas más violentas y
sólidas de la pluma del poeta Rapisardi, después de reproducirla en
algunos números de un periódico terrorista denominado Pensiero e
Dinamite, y este tal fue un joven cultísimo y bien acomodado
siciliano que extinguió doce años de presidio por dicho motivo:
Schicchi.
Ciertamente
que tanto Rastignac como Rapisardi serían capaces de protestar, y
tendrían razón, contra una afirmación de complicidad, aunque fuese
indirecta. Pero esto no importa para que lo que digo pruebe que la
sugestión artística y literaria puede ser -y no soy el primero en
decirlo-, la determinante, no tan sólo de un acto preciso
preestablecido, sino que también de una dirección mental del género
de la de los anarquistas terroristas a quienes no se les alcanzan las
inducciones y deducciones filosóficas de un Reclus o de un
Kropotkin, o la lógica esquelética pero humanitaria de un
Malatesta, como tampoco alguna violencia verbal o escrita de los
consabidos periodiquillos de propaganda que nada tienen de
literarios.
Luigi Fabbri
Fuente: Antorcha
(El título del artículo no es el original. Figura con el título 'La literatura violenta en el anarquismo' dentro del libro Influencias Burguesas en el Anarquismo de Luigi Fabbri)
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