Manuel González Prada y Ulloa nació en Lima el 5 de enero de 1844. En el capítulo sobre la historia del anarquismo en Perú presente en el libro «El anarquismo en America Latina», Ángel Cappelletti nos relata enriquecideres páginas –que pronto subiremos al blog– acerca de las diferentes etapas en el pensamiento del prodigioso autor de origen peruano, que evolucionó desde un liberalismo radical anticlerical hacia un socialismo profundamente libertario. El siguiente texto fue publicado en el libro «Anarquía», a mediados de siglo pasado, compilación de escritos de Manuel González Prada. (N&A)
Según los antiguos, el
poderoso Zeus, al arrebatarle la libertad a un hombre, le quitaba la mitad de
su virtud. Muy bien: perdemos lo más grande y lo mejor de nuestro ser al
sufrir el oprobio de la esclavitud; pero ¿qué ganamos desde el instante que
ascendemos al rango de autoridad? Cojamos al ente más inofensivo, otorguémosle
la más diminuta fracción de mando, y veremos que instantáneamente, como herido
por una vara mágica, se transforma en un déspota insolente y agresivo.
Nada corrompe ni malea tanto como el
ejercicio de la autoridad, por momentánea y reducida que sea. ¿Hay algo más
odioso que un niño vigilando a sus condiscípulos, que un sirviente haciendo el
papel de mayordomo, que un jornalero desempeñando el oficio de caporal, que un
presidiario convirtiéndose en guardián de sus compañeros? Si alguacil, si nada
más que sustituto de alguacil pudiéramos nombrar al inerme gusano, al punto
lograríamos metamorfosearle en víbora.
Preguntaba un viejo yanqui a un
inmigrante recién desembarcado en Nueva York:
-¿Es usted republicano?
-No; yo no
soy republicano.
-¿Es usted
demócrata?
-No; yo no
soy demócrata.
-¿Entonces
...?
-Soy de la
oposición; siempre contra el Gobierno.
Porque, si en opinión de los
fanáticos, el principio de la sabiduría
es el temor de Jehovah, en concepto de los hombres libres la cordura de un
pueblo estriba en el menosprecio a la autoridad. Eso que llaman desacato y lesa
majestad carece de sentido para gentes emancipadas, sólo tiene significación
para el enjambre de palaciegos y cortesanos.
¡Qué náuseas sentiríamos si conociéramos el número de
crímenes y bajezas que simbolizan la banda de un presidente, la mitra de un
obispo, la medalla de un magistrado y las charreteras de un general! ¡Cuántas
genuflexiones y curvaturas! ¡Cuántos empeños y chismes! ¡Cuántos perjurios y
cohechos! ¡Cuántas prostituciones de las madres, de las hermanas, de las
esposas y de las hijas! A mayor encumbramiento, mayor ignominia, pues hubo que
arrastrarse más para subir más alto.
Las muchedumbres no deben alucinarse
con títulos pomposos ni dejarse deslumbrar con uniformes o vestiduras
churriguerescas. Se hallan en la obligación de repetirse noche y día que el
mando no implica superioridad sobre la obediencia, que la blusa del jornalero
no tiene por qué humillarse al frac del Presidente. Si cabe alguna diferencia
entre el Jefe Supremo y el simple ciudadano, ella redunda en honor del segundo:
el ciudadano paga; el Jefe Supremo recibe la remuneración: uno es el amo; el
otro es el doméstico. Los pequeños y los grandes dignatarios de la nación no
pasan de lacayos más o menos serviles; todo uniforme es librea, como todo
sueldo es propina.
Odiemos, pues, a las autoridades por
la única razón de serio: con el solo hecho de solicitar o ejercer mando, se
denuncia la perversidad en los instintos. El que se figura tener alma de rey,
posee corazón de esclavo; el que piensa haber sido creado para el señorío,
nació para la servidumbre. El hombre verdaderamente bueno y libre no pretende
mandar ni quiere obedecer: como no acepta la humillación de reconocer amos ni
señores, rechaza la iniquidad de poseer esclavos y siervos.
1904
Manuel González Prada
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