El
siguiente material, es un fragmento de la compilación de artículos de Mijaíl
Bakunin, publicados originalmente en el periódico ginebrino Le
Progrès durante 1869. Para consultar el compilado completo, titulado 'sobre el patriotismo', pueden hacer clic aquí
(...) El patriotismo ya se sabe que es una virtud antigua nacida
en las repúblicas griegas y romanas, donde no hubo jamás otra religión real que
la del Estado, ni otro objeto de culto que el Estado. ¿Qué es el Estado? Es, nos contestan los metafísicos y los
doctores en derecho, la cosa pública, los intereses, el bien colectivo y el
derecho de todo el mundo, opuestos a la acción disolvente de los intereses y de
las pasiones egoístas de cada uno. Es la justicia y la realización de la moral
y de la virtud sobre la Tierra. Por consecuencia, no hay acto más sublime ni más grande
deber para los individuos que sacrificarse, que entregarse, y en caso de
necesidad, morir por el triunfo, por la potencia del Estado. He ahí en pocas palabras toda la teología del Estado. Veamos
ahora si esa teología política, lo mismo que la teología religiosa, oculta bajo
muy bellas y muy poéticas apariencias, realidades muy comunes y muy sucias.
Analicemos primeramente la idea misma del Estado, tal como
nos la representan sus propugnadores. Es el sacrificio de la libertad natural y
de los intereses de cada uno, de los individuos tanto como de las unidades
colectivas, comparativamente pequeñas: asociaciones, comunas y provincias, a
los intereses y a la libertad de todo el mundo, a la prosperidad del gran
conjunto. Pero ese todo el mundo, ese gran conjunto, ¿qué es en realidad? Es la
aglomeración de todos los individuos y de todas las colectividades humanas más
restringidas que lo componen. Pero desde el momento que para componerlo y para
coordinarse en él, todos los intereses individuales y locales deben ser
sacrificados, el todo que supuestamente les representa, ¿qué es en efecto? No
es el conjunto viviente, que deja respirar a cada uno a sus anchas y se vuelve
tanto más fecundo, más poderoso y más libre cuanto más plenamente se
desarrollan en su seno la plena libertad y la prosperidad de cada uno; no es la
sociedad humana natural, que confirma y aumenta la vida de cada uno por la vida
de todos; es, al contrario, la inmolación de cada individuo como de todas las
asociaciones locales, la abstracción destructiva de la sociedad viviente, la
limitación, o por decir mejor, la completa negación de la vida y del derecho de
todas las partes que componen ese todo el mundo, por el llamado bien de todo el
mundo; es el Estado, es el altar de la religión política sobre el cual siempre
es inmolada la sociedad natural: una universalidad devoradora, que vive de
sacrificios humanos como la Iglesia. El Estado, lo repito, es el hermano menor
de la Iglesia.
Para probar este identidad de la Iglesia y del Estado, ruego
al lector que verifique este hecho: que la una y el otro están fundados
esencialmente en la idea del sacrificio de la vida y del derecho natural, y que
parten igualmente del mismo principio: el de la maldad natural de los hombres,
que no puede ser vencida, según la Iglesia, más que por la gracia divina y por
la muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado, por la ley, y por la
inmolación del individuo ante el altar del Estado. La una y el otro tienden a
transformar al hombre, la una en un santo, el otro en un ciudadano. Pero el
hombre natural debe morir, porque su condena es unánimemente pronunciada por la
religión de la Iglesia y por la del Estado.
Tal es su pureza ideal: la teoría idéntica de la Iglesia y
del Estado. Es una pura abstracción; pero toda abstracción histórica supone
hechos históricos. Estos hechos, como lo he dicho ya en mi artículo precedente,
son de una naturaleza enteramente real, enteramente brutal: es la violencia, el
despojo, el sometimiento, la conquista. El hombre está formado de tal manera
que no se contenta con hacer, tiene además necesidad de explicarse y de
legitimar, ante su propia conciencia y a los ojos de todo el mundo, lo que ha
hecho.
La religión llega a punto para bendecir los hechos
consumados y, gracias a esta bendición, el hecho inicuo y brutal se transforma
en derecho. La ciencia jurídica y el derecho político, como se sabe, han nacido
de la teología y más tarde de la metafísica, que no es otra cosa que una
teología disfrazada que tiene la ridícula pretensión de no querer ser absurda y
se esfuerza vanamente en darse el carácter de ciencia.
Veamos ahora esta abstracción del Estado, paralela a la
abstracción histórica que se llama Iglesia, qué papel juega y continúa jugando
en la vida real y en la sociedad humana. He dicho que el Estado, por su mismo
principio, es un inmenso cementerio; donde vienen a sacrificarse, a morir y a
enterrarse todas las manifestaciones de la vida individual y local, todos los
intereses de las partes cuyo conjunto constituye precisamente la sociedad; es
el altar donde la libertad real y el bienestar de los pueblos se inmolan a la
grandeza política, y cuanto más completa es esa inmolación, más perfecto es el
Estado. He deducido y estoy convencido de que el Imperio de Rusia es el Estado
por excelencia, el Estado sin retórica ni frases, el más perfecto de Europa.
Por el contrario, todos los Estados en los cuales los
pueblos puedan aún respirar, son, desde el punto de vista del ideal, Estados
incompletos, como todas las Iglesias, en comparación de la Iglesia Católica
Romana son Iglesias incompletas.
El Estado es una abstracción devoradora de la vida popular;
mas para que una abstracción pueda nacer, desarrollarse y continuar, es preciso
que haya un cuerpo colectivo real que esté interesado en su existencia. Esto no
puede serlo la masa popular, porque es precisamente la víctima. El cuerpo
sacerdotal del Estado debe ser un cuerpo privilegiado, porque los que gobiernan
el Estado son como los sacerdotes de la religión en la Iglesia.
En efecto, ¿qué vemos en la Historia? Que el Estado ha sido
siempre el patrimonio de una clase privilegiada, como la clase sacerdotal, la
clase nobiliaria, la clase burguesa; clase burocrática, al fin, porque cuando
todas las clases se han aniquilado, el Estado cae o se eleva como una máquina;
pero para el bien del Estado es preciso que haya una clase privilegiada
cualquiera que se interese por su existencia, y es, precisamente, el interés
solidario de esta clase privilegiada, lo que se llama patriotismo.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 28 de abril de
1869).
V
El patriotismo, en el sentido complejo que se atribuye
ordinariamente a esta palabra, ¿ha sido una pasión y una virtud popular?
Con la Historia en la mano no dudo en responder a esta
pregunta con un no decisivo, y para probar al lector que no me equivoco al
contestar así, le pido permiso para analizar los principales elementos que,
combinados, de una manera más o menos diferente, constituyen lo que se llama patriotismo.
Estos elementos son cuatro:
El elemento natural o fisiológico;
El elemento económico;
El elemento político y;
El elemento religioso o fanático.
El elemento fisiológico es el fondo principal de todo
patriotismo, sencillo, instintivo y brutal. Es una pasión natural que,
precisamente por ser muy natural, está en contradicción con toda política, y lo
que es peor, dificulta el desarrollo económico, científico y humano de la
sociedad.
El patriotismo natural es un hecho puramente bestial que se
encuentre en todos los grados de la vida animal y hasta cierto punto en la vida
vegetal; el patriotismo, tomado en este sentido, es una guerra de destrucción;
es la primera expresión humana de ese grande y fatal combate por la existencia
que constituye todo el desarrollo, toda la vida del mundo natural o real;
combate incesante, devorador, universal, que nutre a cada individuo y a cada
especie con la carne y la sangre de los individuos extranjeros, que,
renovándose fatalmente a cada instante, hace vivir y prosperar y desarrollarse
las especies más completas, más inteligentes y más fuertes a expensas de las
demás.
Los que se ocupan de agricultura o de jardinería, saben lo
que les cuesta preservar sus plantas de la invasión de esos grandes parásitos,
que les disputan la luz y los elementos químicos de la tierra, indispensables a
su nutrición; la planta más poderosa, la que se adapta mejor a las condiciones
particulares del clima y del suelo, como se desarrolla siempre con un vigor
relativamente grande, tiende a matar a las otras; es una lucha silenciosa, pero
sin tregua, y precisa toda la enérgica intervención del hombre para proteger
contra esta invasión a las plantas que prefiere.
En el mundo animal, se reproduce la misma lucha, pero más
ruidosa y dramáticamente; no es la lucha silenciosa y sin ruido; la sangre
corre, y el animal destrozado, devorado y torturado, llena el aire con sus
gemidos. Por fin, el hombre, animal parlante, introduce la primera frase en
esta lucha, y esa frase se llama el patriotismo.
El combate de la vida en el mundo animal y vegetal, no es
sólo una lucha individual, es una lucha de especies, de grupos y de familias,
unas contra otras. En cada ser viviente hay dos instintos, dos grandes
intereses principales: el del alimento y el de la reproducción. Bajo el punto
de vista de la nutrición, cada individuo es el enemigo natural de todos los
otros sin consideración de lazos de familia, de grupos, ni de especies. El
proverbio de que los lobos unos a otros no se muerden, no es verdad sino
mientras los lobos encuentran otros animales diferentes para saciar su apetito,
pero cuando éstos faltan, se devoran tranquilamente entre sí. Los gatos y las
truchas y muchos otros animales, se comen con frecuencia a sus propios hijos, y
no hay animal que no lo haga siempre que se encuentre acosado por el hambre.
Las sociedades humanas, ¿no han empezado por la
antropofagia? ¿Quién no ha oído esas lamentables historias de náufragos que,
perdidos en el Océano sobre una débil embarcación y acosados por el hambre, han
echado suertes sobre quién había de ser devorado por los otros? Y durante esa
terrible hambre que acaba de diezmar a Argel, ¿no hemos visto madres devorar a
sus propios hijos?
Es que el hambre es un rudo e invencible déspota, y la
necesidad de nutrirse, necesidad individual, es la primera ley y condición
suprema de la vida; es la base de toda vida humana y social, como lo es también
de la vida animal y vegetal. Rebelarse contra ésta, es aniquilar todo lo demás,
es condenarse a la nada.
Pero al lado de esta ley fundamental de la naturaleza
viviente hay otra también muy esencial: la de la reproducción. La primera
tiende a la conservación de los individuos, la segunda a la constitución de las
familias.
Los individuos, para reproducirse, impulsados por una
necesidad natural, buscan para unirse los individuos que por su organización se
les parecen más. Hay diferencias de organización que hacen la unión estéril y a
veces imposible. Esta imposibilidad es evidente entre el mundo vegetal y el
mundo animal; pero en este último, la unión de los cuadrúpedos, por ejemplo,
con los pájaros y los peces, los reptiles o los insectos, es igualmente
imposible. Si nos limitamos a los cuadrúpedos, encontraremos la misma
imposibilidad entre dos grupos diferentes y llegamos a la conclusión de que la
capacidad de la unión y el poder de la reproducción no es real para cada
individuo sino en una esfera muy limitada de individuos que están dotados de
una organización idéntica o aproximada a la suya, constituyendo con él el mismo
grupo o la misma familia.
El instinto de reproducción establece el único lazo de
solidaridad que puede existir entre los individuos del mundo animal, y en donde
cesa la capacidad de unión, cesa también la solidaridad animal. Todo lo que
queda fuera de esa posibilidad de reproducción para los individuos, constituye
una especie diferente, un mundo absolutamente extraño, hostil y condenado a la
destrucción; todo lo que aquí se encierra constituye la gran patria de la
especie; como, por ejemplo, la humanidad para los hombres.
Pero esa destrucción mutua de los individuos vivientes no se
encuentra sólo en los lindes de ese mundo limitado que llamamos la gran patria;
los encontramos tan feroces y algunas veces más en medio de ese mundo, a causa
de la resistencia y de la competencia que encuentran, porque las luchas crueles
del amor se mezclan con las del hambre.
Además, cada especie de animales se subdivide en grupos y en
familias diferentes bajo la influencia de las condiciones geográficas y
climatológicas de los diferentes países que habita; la diferencia más o menos
grande de las condiciones de vida, determina una diferencia correspondiente en
la organización de los individuos que pertenecen a la misma especie.
Ya se sabe que todo animal busca naturalmente la unión con
el ser que más se le parezca, de donde resulta el desarrollo de una gran
cantidad de variedades dentro de la misma especie; y como las diferencias que
separan todas estas variaciones se fundan principalmente en la reproducción, y
la reproducción es la única base de toda solidaridad animal, es evidente que la
gran solidaridad de la especie debe subdividirse en otras tantas solidaridades
más limitadas, o que la gran patria debe dividirse en una multitud de pequeñas
patrias animales, hostiles y destructoras las unas de las otras.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 25 de mayo de
1869).
VI
Ya he demostrado en mi carta precedente que el patriotismo,
como cualidad o pasión natural, procede de una ley fisiológica, de la que se
determina precisamente la separación de los seres vivientes en especies, en
familias y en grupos.
La pasión patriótica es evidentemente una pasión solidaria.
Para encontrarla más explícita y más claramente determinada en el mundo animal,
es preciso buscarla, sobre todo, entre las especies de animales que, como el
hombre, están dotados de una naturaleza eminentemente sociable; por ejemplo,
entre las hormigas, las abejas, los castores y muchos otros que tienen
habitaciones comunes, lo mismo que entre las especies que vagan en manadas; los
animales con domicilio colectivo y fijo representan siempre, desde el punto de
vista natural, el patriotismo de los pueblos agricultores, y los animales
vagabundos en manadas, el de los pueblos nómadas.
Es evidente que el primero es más completo que el último, puesto
que éste no implica más que la solidaridad de los individuos en manada y el
primero añade a la de los individuos la del suelo y el domicilio que habitan.
La costumbre, para los animales lo mismo que para los
hombres, constituye una segunda naturaleza, y ciertas maneras de vivir están
mejor determinadas, más fijas entre los animales colectivamente sedentarios que
entre las manadas vagabundas; y las diferentes costumbres y las maneras
particulares de existencia constituyen un elemento esencial del patriotismo.
Se podría definir el patriotismo natural así: es una
adhesión instintiva, maquinal y completamente desnuda de crítica a las
costumbres de existencia colectivamente tomadas y hereditarias o tradicionales,
y una hostilidad también instintiva y maquinal contra toda otra manera de
vivir. Es el amor de los suyos y de lo suyo y el odio a todo lo que tiene un
carácter extranjero. El patriotismo es un egoísmo colectivo, por una parte, y,
por la otra, la guerra.
No es una solidaridad bastante poderosa para que los
miembros de una colectividad animal no se devoren entre sí en caso de
necesidad, pero es bastante fuerte para que todos sus individuos, olvidando sus
discordias civiles, se unan contra cada intruso que llegue de una colectividad
extraña.
Ved los perros de un pueblo, por ejemplo. Los perros no
forman, por regla general, República colectiva; abandonados a sus propios
instintos, viven errantes como los lobos y sólo bajo la influencia del hombre
se hacen animales sedentarios, pero una vez domesticados constituyen en cada
pueblo una especie de República fundada en la libertad individual, según la
fórmula tan querida de los economistas burgueses; cada uno para sí y el diablo
para el último. Cuando un perro del pueblo vecino pasa solo por la calle de otro
pueblo, todos sus semejantes en discordias se van en masa contra del desdichado
forastero.
Yo pregunto, ¿no es esto la copia fiel o mejor dicho el
original de las copias que se repiten todos los días en la sociedad humana? ¿No
es una manifestación perfecta de ese patriotismo natural del que yo he dicho y
repito que no es más que una pasión brutal? Bestial, lo es, sin duda, porque
los perros incontestablemente son bestias, y el hombre, animal como el perro y
como todos los animales en la Tierra, pero animal dotado de la facultad
fisiológica de pensar y hablar, comienza su historia por la bestialidad para
llegar, a través de los siglos, a la conquista y a la constitución más perfecta
de su humanidad.
Una vez conocido el origen del hombre, no hay que extrañarse
de su bestialidad, que es un hecho natural, entre otros hechos naturales, ni
indignarse contra ella, pues no es preciso combatirla con energía, porque toda
la vida humana del hombre no es más que un combate incesante contra su
bestialidad natural en provecho de su humanidad.
Yo he querido hacer constar solamente que el patriotismo que
nos cantan los poetas, los políticos de todas las escuelas, los gobernantes y
todas las clases privilegiadas como una virtud ideal y sublime, tiene sus
raíces, no en la humanidad del hombre, sino en su bestialidad.
En efecto, en el origen de la Historia, y actualmente en las
partes menos civilizadas de la sociedad humana, vemos reinar el patriotismo
natural. Constituye en las colectividades humanas un sentimiento mucho más
complicado que en las otras colectividades animales, por la sola razón de que
la vida del hombre abraza incomparablemente más objetos que la de los animales;
a las costumbres y a las tradiciones físicas se unen en él las tradiciones más
o menos abstractas, intelectuales y morales y una multitud de ideas y de
representaciones falsas o verdaderas con diferentes costumbres religiosas,
económicas, políticas y sociales; todo esto constituido en tantos elementos de
patriotismo natural del hombre, mientras todas estas cosas, combinándose de una
manera o de otra, forman, con una colectividad cualquiera, un modo particular
de existencia, de una manera tradicional de vivir, de pensar y de obrar
distinto de las otras.
Pero aunque haya alguna diferencia entre el patriotismo
natural de las colectividades animales, con relación a la cantidad y a la
calidad de los objetos que abraza, tiene de común que son igualmente pasiones
instintivas, tradicionales, habituales y colectivas, y que la intensidad del
uno como la del otro no depende en modo alguno de la naturaleza de su
contenido; por el contrario, se puede decir que cuanto menos se complica el
contenido, más sencillo, más intenso y más enérgicamente exclusivo es el
sentimiento patriótico que le manifiesta y le expresa.
El animal está evidentemente mucho más ligado que el hombre
a las costumbres tradicionales de la colectividad de que forma parte; en él,
esa adhesión patriótica es fatal, e incapaz de defenderse por sí mismo, no se
libra alguna veces más que por la influencia del hombre; lo mismo pasa en las
colectividades humanas; cuanto menor es la civilización, menos complicado y más
sencillo es el fondo de la vida social y más natural el patriotismo, es decir,
la adhesión instintiva de los individuos por todas las costumbres naturales,
intelectuales y morales que constituyen la vida tradicional de una colectividad
particular, así como es más intenso el odio por todo lo que se diferencia y es
considerado extranjero. De aquí resulta que el patriotismo natural, esté en
razón inversa de la civilización, es decir, del triunfo de la humanidad en las
sociedades humanas.
Nadie disputará que el patriotismo instintivo o natural de
las miserables poblaciones de las zonas heladas, que la civilización humana
apenas ha desflorado y donde la vida material es tan pobre, no sea infinitamente
más fuerte o más exclusivo que el patriotismo de un francés, de un inglés o de
un alemán, por ejemplo. El alemán, el inglés, el francés, puede vivir y
aclimatarse en todas partes, mientras el habitante de las regiones polares
moriría pronto de nostalgia si lo separasen de su país, y sin embargo, ¿hay
algo más miserable y menos humano que su existencia? Esto prueba una vez más
que la intensidad del patriotismo natural no es una prueba de humanidad, sino
de brutalidad.
Al lado de este elemento positivo de patriotismo, que
consiste en la adhesión instintiva de los individuos al modo particular de la
existencia colectiva de la cual son miembros, está el elemento negativo, tan
esencial como el primero y del cual es inseparable: es el horror igualmente instintivo
por todo lo extranjero, instintivo y por consecuencia bestial; sí, bestial
realmente, porque este horror es tanto más enérgico e invencible que el que
siente cuando menos se piensa y se comprende, y, por consiguiente, en este caso
se es menos hombre.
Hoy, este horror patriótico por el extranjero, sólo se
encuentra en los pueblos salvajes; aunque también se encuentra en los pueblos
medios salvajes de Europa a quién la civilización burguesa no se ha dignado
civilizar, pero en cambio no se olvida nunca de explotar. Hay en las grandes
capitales de Europa, en el mismo París y en Londres sobre todo, calles
abandonadas a una multitud miserable quien nadie ha sacado de su oscuridad;
basta que se presente un extraño para que una multitud de seres humanos miserables,
hombres, mujeres y niños casi desnudos llevando impresa en su rostro y en toda
su persona las señales de la miseria más espantosa y de la más profunda
abyección, le rodeen, le insulten y algunas veces le maltraten, sólo porque es
extranjero. ¿Este patriotismo brutal y salvaje, no es la negación absoluta de
todo lo que se llama humanidad?
Y sin embargo, hay periódicos burgueses muy bien escritos,
como el Journal de Genève, por ejemplo, que no siente vergüenza alguna
explotando ese prejuicio tan poco humano y esa pasión bestial. Quiero, sin
embargo, hacerles la justicia de reconocer que los explotan sin participar de
sus opiniones y sólo encuentran interés en explotarlos, lo mismo que sucede con
los sacerdotes de todas las religiones, que predican las necedades religiosas,
sin creer en ellas, sólo porque el interés de las clases privilegiadas está en
que las masas populares continúen creyéndolas. Cuando el Journal de Genéve se
encuentra falto de argumentos y de pruebas, dice: esto es una cosa, una idea,
un hombre extranjeros, y tiene formada tan mezquina idea de sus compatriotas,
que espera que le bastará pronunciar la terrible palabra extranjero, para que,
olvidando sentido común, humanidad y justicia, se pongan todos a su lado.
No soy ginebrino, pero respeto mucho a los habitantes de
Ginebra, para no creer que el Journal se equivoca, pues sin duda, no querrán
sacrificar la humanidad a la bestialidad, explotada por la angustia.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, de junio de 1869).
VII
Ya he dicho que el patriotismo, mientras es instintivo o
natural y tiene sus raíces en la vida animal, no es más que una combinación
particular de costumbres colectivas, materiales, intelectuales y morales,
económicas, políticas y sociales, desarrolladas por la tradición o la Historia
en una sociedad humana muy limitada.
Estas costumbres – he añadido – pueden ser buenas o malas;
el contenido o el objeto de este sentimiento instintivo no tiene ninguna
influencia sobre el grado de su intensidad y, si se admitiera con relación a
esto último una diferencia cualquiera, se inclinaría más en favor de las malas
costumbres que de las buenas, porque, a causa del origen animal de toda
sociedad humana y por efecto de esta gran inercia que ejerce una acción tan
poderosa en el mundo intelectual y moral, como en el mundo material, en cada
sociedad aún no degenerada que progresa y marcha adelante, las malas costumbres
están más profundamente arraigadas que las buenas. Esto nos explica por qué en
la suma total de las costumbres colectivas actuales y en los países más
civilizados, las nueve décimas partes por lo menos no valen nada.
No os imaginéis que quiero declarar la guerra a las
costumbres que tienen generalmente la sociedad y los hombres de dejarse
gobernar por la costumbre. En esto, como en muchas cosas, no hacen más que
obedecer fatalmente a una ley natural y sería absurdo rebelarse contra las
leyes naturales. La acción de la costumbre en la vida natural y moral de los
individuos, lo mismo que en las sociedades, es la misma que la de las fuerzas
vegetativas en la vida animal; la una y la otra son condiciones de existencia y
de realidad; el bien, lo mismo que el mal, para ser una cosa real debe
convertirse en costumbre, sea individualmente en el hombre, sea en la sociedad;
todos los ejercicios y todos los estudios a que se entregan los hombres, no
tienen otro objeto, y las mejores cosas no se arraigan en el hombre hasta el
punto de convertirse en segunda naturaleza más que por la fuerza de la
costumbre. No se trata, pues, de rebelarse locamente, puesto que es un poder
fatal que ninguna inteligencia o voluntad humana podrá distinguir; pero si,
iluminados por la razón del siglo y por la idea que nos formamos de la
verdadera justicia, queremos seriamente ser hombres, no tenemos más que hacer
una cosa: emplear constantemente la fuerza de voluntad, es decir, la costumbre
de querer extirpar las malas costumbres, que circunstancias independientes de
nosotros mismos han desarrollado en nosotros, y reemplazarlas por otras buenas;
para humanizar una sociedad entera, es preciso destruir sin piedad todas las
causas, todas las condiciones económicas, políticas y sociales que producen en
los individuos la tradición del mal y reemplazarlas por condiciones que tengan
por consecuencia necesaria engendrar en esos mismos individuos la práctica y la
costumbre del bien.
Desde el punto de vista de la conciencia moderna, de la
humanidad y de la justicia que, gracias al desarrollo pasado de la Historia,
hemos logrado comprender, el patriotismo es una mala y funesta costumbre,
porque es la negación de la igualdad y de la solidaridad humanas.
La cuestión social planteada prácticamente por el mundo
obrero de Europa y de América y cuya solución no es posible más que por la
abolición de las fronteras de los Estados, tiende necesariamente a destruir
esta costumbre tradicional en la conciencia de los trabajadores de todos los
países. Yo demostraré más tarde cómo, desde comienzos de este siglo, fue muy
quebrantada en la conciencia de la alta burguesía comercial e industrial, por
el desarrollo prodigioso e internacional de sus riquezas y de sus intereses
económicos; pero es preciso que demuestre primero cómo, mucho antes de esta
revolución burguesa, el patriotismo natural instintivo, que, por su naturaleza,
no puede ser más que un sentimiento limitado y una costumbre colectiva local,
ha sido, desde el principio de la Historia, profundamente modificado,
desnaturalizado y disminuido para la formación sucesiva de los Estados
políticos.
En efecto, el patriotismo, mientras es un sentimiento
natural, es decir, producido por la vida realmente solidaria de una colectividad
y está poco debilitado por la reflexión o por efecto de los intereses
económicos y políticos, como por el de las abstracciones religiosas, este
patriotismo, si no todo, en gran parte animal, únicamente puede abrazar un
mundo muy limitado, como una tribu, etc. Al principio de la Historia, como hoy
en los pueblos salvajes, no había nación, ni lengua nacional, ni culto
nacional; no había más que patria en el sentido político de la palabra. Cada
pequeña localidad, cada pueblo, tenía su idioma particular, su dios, su
sacerdote, y no era más que una familia multiplicada y extensa que se afirmaba
viviendo y que, en guerra con las diferentes tribus existentes, negaba el resto
de la humanidad. Tal es el patriotismo natural en su enérgica y sencilla crudeza.
Aun encontraremos restos de este patriotismo en algunos de
los países más civilizados de Europa; en Italia, por ejemplo, sobre todo en las
provincias meridionales de la península italiana, en donde la configuración del
suelo, las montañas y el mar crean barreras entre los valles y los pueblos, que
los separa, los aísla y los hace casi extraños los unos a los otros. Proudhon,
en su folleto sobre la unidad italiana, ha observado, con mucha razón, que esta
unidad no era más que una idea, una pasión burguesa y de ninguna manera
popular, a las que las gentes del campo, por lo menos, son hasta ahora en gran
parte, extrañas, y añadiré que hasta hostiles, porque esta unidad está en
contradicción, por un lado, con su patriotismo local, y, por otro, no le ha aportado
nada más que una explotación implacable, la opresión y la ruina.
En Suiza, sobre todo en los cantones primitivos, ¿no vemos
con frecuencia el patriotismo local luchar contra el patriotismo cantonal y a
éste contra el patriotismo político, nacional, de la confederación republicana?
Para resumir, saco la conclusión de que el patriotismo como
sentimiento natural, siendo en esencia y en realidad un sentimiento
substancialmente local, es un impedimento serio para la formación de los
Estados, y por consecuencia estos últimos, y con ellos la civilización, no
pueden establecerse más que destruyendo, si no del todo por lo menos en grado
considerable, esta pasión animal.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, de julio de 1869).
VIII
Después de haber considerado el patriotismo desde el punto
de vista natural y haber demostrado que es un sentimiento bestial o animal,
porque es común a todas las especies animales, y por el otro es esencialmente
local, porque no puede abarcar más que el espacio limitado en que el hombre
privado de civilización pasa su vida, voy a empezar ahora el análisis del
patriotismo exclusivamente humano, del patriotismo económico, político y
religioso.
Es un hecho probado por los naturalistas y ya ha pasado al
estado de axioma, que el número de cada población animal corresponde siempre a
la cantidad de medios de subsistencia que encuentra en el país que habita. La
población aumenta siempre que los medios se encuentran en gran cantidad. Cuando
una población animal ha devorado todas las existencias del país, emigra; pero
esta migración que les hace romper sus antiguas costumbres, sus maneras diarias
y rutinarias de vivir y les hace buscar sin conocimiento, sin pensamiento
alguno, instintivamente y a la ventura los medios de subsistencia en países por
completo desconocidos, va siempre acompañada de privaciones y sufrimientos
inmensos. La parte más grande de la población animal emigrante muere de hambre,
sirviendo con frecuencia de alimento a los supervivientes, y la parte más
pequeña es la que suele aclimatarse y encontrar nuevos elementos de vida en
otro país. Después viene la guerra entre las especies que se nutren con los
mismos alimentos; la guerra entre los que, para vivir, tienen que devorarse los
unos a los otros. Considerado así, el mundo natural no es más que un hecatombe
sangrienta, una tragedia horrorosa y lúgubre escrita por el hombre.
Los que admiten la existencia de un Dios creador no dudan de
que le halagan respetándole como el creador de este mundo. ¡Cómo! ¡Un Dios todo
poder, todo inteligencia, todo bondad, no ha podido crear más que un mundo como
éste, un horror!
Es verdad que los teólogos tienen un excelente argumento
para explicar esta contradicción. El mundo había sido creado perfecto, dicen, y reinó primero
una democracia absoluta, hasta que pecó el hombre, y entonces Dios, furioso
contra él, maldijo al hombre y al mundo. Esta explicación es tanto más edificante cuanto que está
llena de absurdos, y ya se sabe que en el absurdo consiste toda la fuerza de
los teólogos. Para ellos, cuanto más absurda e imposible es una cosa, más
verdad es. Toda religión no es otra cosa que la deificación del absurdo.
Así, Dios, que es perfecto, ha creado un mundo perfecto,
pero esta perfección puede atraer sobre ella la maldición de su creador, y
después de haber sido una perfección absoluta, se convierte en una absoluta
imperfección. ¿Cómo la perfección ha podido llegar a la imperfección? A esto
responderán que, precisamente porque el mundo, aunque perfecto en el momento de
la creación, no era, sin embargo, una perfección absoluta. Sólo Dios, siendo
absoluto, es más perfecto. El mundo no era perfecto más que de una manera
relativa y en comparación de lo que es ahora.
Pero entonces, ¿por qué emplear la palabra perfección que no
lleva nada de relativo? La perfección, ¿no es necesariamente absoluta? Decid
entonces que Dios habría creado un mundo imperfecto, aunque mejor que el que
vemos ahora; pero si no era más que mejor, si era ya imperfecto al salir de las
manos del creador, no presentaba esa armonía y esa paz absoluta de la que los
señores teólogos no dejan de hablar, y entonces preguntamos: ¿Todo creador,
según vuestro propio dicho, no debe ser juzgado según su creación, como el
obrero según su obra? El creador de una cosa imperfecta es necesariamente un
creador imperfecto; siendo el mundo imperfecto, Dios, su creador, es
necesariamente imperfecto, porque el hecho de haber creado un mundo imperfecto
no puede explicarse más que por su falta de inteligencia, o por su impotencia,
o por su maldad. Pero dirán: el mundo era perfecto, sólo que era menos perfecto
que Dios; a esto responderé que, cuando se trata de la perfección, no se puede
hablar de más o de menos, la perfección es completa, entera, absoluta, o no
existe. De modo que, si el mundo era menos perfecto que Dios, el mundo era
imperfecto; de donde resulta que Dios, creador de un mundo imperfecto, era él
mismo imperfecto.
Para probar la existencia de Dios, los señores teólogos se
verán obligados a concederme que el mundo creado por él era perfecto en su
origen; pero entonces yo les haría unas pequeñas preguntas: primero, si el
mundo ha sido perfecto, ¿cómo dos perfecciones podían existir separadas la una
de la otra? La perfección no puede ser más que única, no permite que sean dos,
porque siendo dos, la una limita a la otra y la hace necesariamente imperfecta,
de modo que, si el mundo ha sido perfecto, no ha habido Dios dentro ni fuera de
él, el mundo mismo era Dios; otra pregunta: si el mundo ha sido perfecto, ¿cómo
ha hecho para decaer? ¡Linda perfección la que puede alterarse y perderse! ¡Y
si se admite que la perfección puede decaer, Dios puede decaer también! Lo que
quiere decir que Dios ha existido en la imaginación creyente de los hombres,
pero la razón humana, que triunfa cada vez más en la Historia, lo destruye.
En fin, ¡es muy singular este Dios de los cristianos! Crea
al hombre de manera que pueda y deba pecar y caer. Teniendo Dios entre todos
sus atributos la omnisciencia, no podía ignorar, al crear al hombre, que
caería; y puesto que Dios lo sabía, el hombre debía caer; de otra manera
hubiera dado un solemne mentís a toda la omnisciencia divina. ¿Que nos hablan
de la libertad humana? ¡Había fatalidad! Obedeciendo a esta pendiente fatal (lo
que cualquier sencillo padre de familia hubiera previsto en el lugar de Dios),
el hombre cae, y he aquí a la divina perfección llena de terrible cólera, una
cólera tan ridícula como odiosa. Dios no maldijo solamente a los infractores de
su ley, sino a toda la descendencia humana que aún no existía, y, por
consecuencia, era absolutamente inocente del pecado de nuestros primeros
padres, y, no contento con esta injusticia, maldijo ese mundo armonioso que no
tenía nada que ver y lo transformó en un receptáculo de crímenes y horrores, en
una perpetua carnicería. Después, esclavo de su propia cólera y de la maldición
pronunciada por sí mismo contra los hombres y el mundo, contra su propia
creación, y acordándose un poco tarde de que era un Dios de amor, ¿qué hizo? No
era bastante haber ensangrentado el mundo con su cólera, por lo que ese Dios
sanguinario vertió la sangre de su mismo Hijo, lo inmoló bajo el pretexto de
reconciliar al mundo con su Divina Majestad. ¡Todavía si lo hubiera logrado!
Pero, no; el mundo animal y humano quedó destrozado y ensangrentado, como antes
de esa monstruosa redención. De donde resulta claramente que el Dios de los
cristianos, como todos los dioses que le han precedido, es un Dios tan
impotente como cruel y tan absurdo como malvado.
¡Y absurdos parecidos son los que quieren imponer a nuestra
libertad y a nuestra razón! ¡Con semejantes monstruosidades pretenden moralizar
y humanizar a los hombres! Que los teólogos tengan el valor de renunciar
francamente a la humanidad y a la razón. No es bastante decir con Tertuliano:
Credo quiz absurdum (Creo aunque sea absurdo), puesto que tratan de imponernos
un cristianismo por medio del látigo como hace el Zar de todas las Rusias; por
la hoguera, como Calvino; por la Santa Inquisición, como los buenos católicos;
por la violencia, la tortura y la muerte, como querían hacerlo los sacerdotes
de todas las religiones posibles; que ensayen todos esos lindos medios, pero no
esperen nunca triunfar de otra manera. En cuanto a nosotros, dejemos de una vez
para siempre todos estos absurdos y estos horrores divinos con los que creen
locamente poder explotar largo tiempo a la plebe y a las masas obreras en su
nombre, y, volviendo a nuestro razonamiento humano, recordemos siempre que la
luz humana, la única que puede iluminarnos, emanciparnos y hacernos dignos y
dichosos, no está al principio, sino, relativamente al tiempo que vivimos, al
fin de la Historia, y que el hombre, en su desarrollo histórico, ha partido de
la brutalidad para arribar a la humanidad.
No miremos nunca atrás, siempre adelante, porque adelante
está nuestro sol y nuestro bien, y si nos es permitido y si es útil mirar
alguna vez atrás, no es más que para justificar lo que hemos sido y lo que no
debemos ser, lo que hemos hecho y lo que no debemos hacer jamás.
El mundo natural es el teatro constante de una lucha
interminable, de la lucha por la vida. No tenemos porque preguntarnos por qué
es así; nosotros no lo hemos hecho, lo hemos encontrado así al nacer, es nuestro
punto de partida natural, y no somos responsables. Que nos baste saber que esto
es, ha sido y será probablemente siempre así. La armonía se establece por el
combate, por el triunfo de los unos y con frecuencia por la muerte de los
otros.
El crecimiento y el desarrollo de las especies, están
limitados por su propia hambre y por el apetito de las otras especies, es
decir, por el sufrimiento y por la muerte. Nosotros no decimos, como los
cristianos, que esta Tierra es un valle de lágrimas, pero debemos convenir en
que no es madre tan tierna como dicen y que los seres vivientes necesitan mucha
más energía para vivir. En el mundo natural, los fuertes viven y los débiles
sucumben y los primeros no viven sino porque los otros mueren.
¿Es posible que esta ley fatal de la vida natural, sea
también la del mundo humano y social?
(Del periódico ginebrino Le Progrès, de agosto de 1869).
IX
Los hombres, ¿están condenados por su naturaleza a devorarse
entre sí para vivir como lo hacen los animales de otras especies?
¡Ay! Encontramos en la cuna de la civilización humana la
antropofagia, y en seguida las guerras de exterminio, las guerras de las razas,
y de los pueblos; guerras de conquista, guerras de equilibrio, guerras
políticas y guerras religiosas; guerras por las grandes ideas, como las que
hace Francia dirigida por su actual emperador, y guerras patrióticas para la
gran unión nacional como las que planean el ministro pangermanista de Berlín, y
el Zar de San Petesburgo.
Y en el fondo de todo esto, a través de todas las frases
hipócritas de que se sirven para darse una apariencia de humanidad, y de
derecho, ¿qué encontramos? Siempre la misma cuestión económica, la tendencia de
uno a vivir y prosperar a expensas de los otros. Los ignorantes, los simples y
los tontos, se dejan sorprender; pero los hombres fuertes que dirigen los
destinos de los Estados saben muy bien que en el fondo de todas las guerras no
hay más que un sólo interés: ¡el saqueo, la conquista de las riquezas de otros
y el servilismo del trabajo!
Tal es la realidad a la vez cruel y brutal que los dioses de
todas las religiones, los dioses de las batallas, no han dejado nunca de
bendecir, empezando por Jehová, el Dios de los judíos, el Padre de Nuestro
Señor Jesucristo, que mandó a su pueblo elegido exterminar a todos los
habitantes de la Tierra prometida, y acabando por el Dios católico representado
por los Papas, que en recompensa del exterminio de los paganos, de los
mahometanos y de los herejes, dieron las tierras de estos desgraciados a sus
dichosos exterminadores. A las víctimas, el infierno; a los verdugos, los
despojos, los bienes de la tierra; tal es el fin de las guerras más santas, de
las guerras religiosas.
Es evidente que hasta ahora la humanidad no ha hecho ninguna
excepción para esa ley general de bestialidad que condena a todos los seres
vivientes a devorarse entre sí para vivir; sólo el socialismo, poniendo en el
lugar de la justicia política, jurídica y divina, la justicia humana,
reemplazando el patriotismo por la solidaridad universal de los hombres y la
competencia económica por la organización internacional de una sociedad fundada
sobre el trabajo, podrá poner fin a esas manifestaciones brutales de la
bestialidad humana.
Pero hasta que triunfe en la Tierra, los congresos burgueses
para la paz y para la libertad protestarán en vano, y todos los Víctor Hugo del
mundo inútilmente los presidirán, porque los hombres continuarán devorándose
como las bestias feroces.
Está probado que la historia humana, como la de todas las
demás especies de animales, ha comenzado por la guerra. Esa guerra, que no ha
tenido ni tiene otro fin que conquistar los medios de la vida, ha pasado por
diferentes fases de desarrollo paralelas a las diferentes fases de la
civilización, es decir, del desarrollo de las necesidades del hombre y de los
medios de satisfacerlas. El hombre ha vivido primero, como todos los animales,
de frutos y de plantas, de caza y de pesca. Sin duda, durante muchos siglos, el
hombre cazó y pescó como lo hacen las bestias aún, sin ayuda de más
instrumentos que los que la naturaleza le había dado.
La primera vez que se sirvió de un arma grosera, de un
sencillo bastón o de una piedra, hizo un acto de reflexión y se reveló sin
sospecharlo como un animal pensador, como hombre; porque el arma más primitiva
debió necesariamente adaptarse al fin que el hombre se proponía obtener, y esto
supone cierto cálculo que distingue esencialmente al animal hombre de los demás
animales de la Tierra. Gracias a esta facultad de reflexionar, de pensar, de
inventar, el hombre perfecciona sus armas, muy lentamente, es verdad, a través
de muchos siglos, y se transforma en cazador o en bestia feroz armada.
Llegados a este primer grado de civilización, los pequeños
grupos humanos encontraron más facilidad para nutrirse matando a los seres
vivientes, sin exceptuar a los hombres, que debían servirles de alimento, que
las bestias privadas de aquellos instrumentos de caza o de guerra; y como la
multiplicación de todas las especies de animales está siempre en proporción
directa de los medios de subsistencia, es evidente que el número de hombres
debía aumentar en una proporción mayor que el de los animales de otras especies
y que debía llegar un momento en que la inculta naturaleza no podía bastar para
alimentar a todo el mundo.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, de septiembre de 1869).
X
Si la razón humana no fuera progresiva; si, apoyándose por
un lado sobre la tradición —que conserva en provecho de las generaciones
futuras los conocimientos adquiridos por las generaciones pasadas— y
propagándose, por otro lado, gracias a ese don de la palabra, que es
inseparable del don del pensamiento, no se desarrollara cada vez más; si no
estuviera dotada de la facultad ilimitada de inventar nuevos procedimientos
para defender su existencia contra todas las fuerzas naturales que le son
contrarias, esta insuficiencia de la naturaleza, habría sido necesariamente el
límite de la multiplicación de la especie humana.
Pero, gracias a esta preciosa facultad que le permite saber,
reflexionar y comprender, el hombre puede franquear ese límite natural que
detiene el desarrollo de todas las demás especies de animales. Cuando los
manantiales naturales se agotaron, los creó artificiales; aprovechando no su
fuerza física, sino la superioridad de su inteligencia, se concretó
sencillamente, no a matar para devorar inmediatamente, sino a someter y a
domesticar hasta cierto punto a las bestias salvajes para que sirvieran a sus
fines, y de este modo, a través de los siglos, ciertos grupos de cazadores se
transformaron en grupos de pastores.
Esta nueva corriente de existencia multiplicó, naturalmente,
a la especie humana y hubo necesidad de crear nuevos medios de subsistencia. La
explotación de las bestias no bastó y los grupos humanos se pusieron a explotar
la tierra; los pueblos nómadas y los pastores se transformaron después de
muchos más siglos en pueblos cultivadores.
En este periodo de la Historia, se estableció la esclavitud.
Los hombres, aún salvajes, empezaron primero por devorar a
sus enemigos muertos o prisioneros; pero cuando comenzaron a comprender la
ventaja que tenía para ellos servirse de las bestias o explotarlas sin
matarlas, inmediatamente y sin duda debieron de comprender la ventaja que
podrían obtener de los servicios del hombre, el animal más inteligente de la
Tierra; por consecuencia, el enemigo vencido no fue devorado, pero fue hecho
esclavo, obligado a trabajar para la subsistencia necesaria de un amo.
El trabajo de los pueblos dedicados al pastoreo es tan
sencillo, que no exige apenas el trabajo de los esclavos. Así vemos que en los
pueblos nómadas o dedicados al pastoreo, el número de esclavos es muy limitado,
por no decir que es nulo. Otra cosa sucede con los pueblos sedentarios y
agrícolas; la agricultura exige un trabajo asiduo y penoso. El hombre libre de
los bosques y de los llanos, el cazador, lo mismo que el pastor, se sujetan a
él con repugnancia; y así vemos en los pueblos salvajes de América como es que,
sobre el ser comparativamente más débil, que es la mujer, recaen los trabajos
más duros y asquerosos. Los hombres no conocen otro oficio que la caza y la
guerra – que aún en nuestra civilización son considerados los más nobles – y,
despreciando todas las demás ocupaciones, permanecen tendidos perezosamente
fumando sus pipas, mientras sus desgraciadas mujeres, esas esclavas naturales
del hombre bárbaro, sucumben bajo la pesada carga de su trabajo diario.
Un paso más en la civilización y el esclavo toma el sitio de
la mujer; bestia de suma inteligencia, y obligado a llevar la carga del trabajo
corporal, genera el descanso y el desarrollo intelectual y moral de su amo.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, de octubre de 1869).
Mijaíl Bakunin
Fuente: Biblioteca Anarquista
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