jueves, 26 de marzo de 2015

La mujer esclava - René Chaughi

"Era usual en la prensa anarquista dirimir una disputa reeditanto un texto conocido o un autor respetado. En este caso, La mujer esclava de René Chaughi compila las argumentaciones más estables respecto a la cuestión y tuvo una intensa circulación hasta donde llega mi investigación, a fines de los años veinte.  El folleto es recomendado por La Protesta Humana añadiendo que “es la cuestión primordial de la época” y que “mientras la mujer sea objeto de humillación el hombre no puede ser libre”. Si bien fue publicado en español recién en 1907, El Rebelde ya transcribía una traducción fragmentaria en 1899". Laura Fernández Cordero «Queremos emanciparos: anarquismo y mujer en Buenos Aires de fines del XIX» Revista Izquierdas, III, 6 (2010) 

Desde que la humanidad existe la mujer es la esclava del hombre.

Todavía muy cerca del mono originario, armados de colmillos y de zarpas, cubiertos de pelo, las mandíbulas salientes y la frente deprimida, era natural que nuestros prehistóricos antepasados se portaran como bestias salvajes. No dejaban de serlo. Las hembras no eran para ellos más que un botín que se disputaban a la fuerza, y hasta me imagino que se olvidarían de pedir su consentimiento a las azoradas compañeras. Conquistadas en ruda lucha, era necesario que luego pagaran con su trabajo la manutención que les otorgaba el dueño, quien imponía a su sierva toda la labor que a él no le gustaba. Todavía no estamos muy lejos de eso, pues, en la mayoría de los actuales pueblos primitivos, la mujer es considerada y tratada como una bestia de carga.

El hombre antiguo dominaba a su esposa por la violencia; nosotros dominamos a las nuestras por medio de artimañas, que consisten en dejarlas ignorar todo lo que se refiere al matrimonio y a la vida, para pedirles luego un consentimiento falaz. El hombre antiguo consideraba a su compañera como una cosa suya; nosotros la consideramos como nuestra propiedad. Tenía sobre ella derecho de vida y de muerte; nosotros también. Atemorizamos a la joven con contratos inviolables, inventados por nosotros en provecho nuestro; atemorizamos a la esposa con leyes sanguinarias, hechas también por nosotros con el mismo objeto. Es siempre el régimen del rapto y de la violencia convertido en honor por nuestros abuelos.

Al par que nuestras mandíbulas han disminuido y nuestras zarpas se han convertido en uñas, nuestros cráneos se han ensanchado. Ya que pretendemos pensar y razonar, bueno sería que pusiésemos de acuerdo nuestros actos con nuestra razón, abandonando las costumbres heredadas del tiempo de los colmillos y las zarpas. Toda nuestra vida social, y nuestra vida sexual especialmente está formada de tradiciones semi-salvajes. Es necesario que esto acabe.

Buenas almas creen que es justo que la mujer se mantenga en su condición inferior, ya que es más débil. Lógica de salvaje siempre. Si las palabras derecho y deber no estuviesen desprovistas de sentido, habría que decir todo lo contrario: que es necesario imponer más deberes a los fuertes y conceder más derechos a los débiles. Por otra parte, la debilidad de la mujer es relativa: ciertas mujeres son más robustas que ciertos hombres. En algunas especies de animales la hembra es tan fuerte como el macho, y en el combate son más terribles. La debilidad, pues, no corresponde necesariamente a la función materna. Si la mujer es hoy algo más delicada que su compañero, quizá esto sea el resultado de una larga división del trabajo: él guerreando y cazando, ella cuidando de la casa y de los pequeños. La fuerza muscular no tiene ninguna importancia en la vida social contemporánea; no puede ser un motivo de desigualdad. Cada día más se impone la energía nerviosa, el cerebro pensando y queriendo. ¿Acaso el sistema nervioso de la mujer no es capaz de elaborar en pensamiento y en voluntad tanto como el del hombre? ¿Por ventura se cree que debe ser tenido en tutela? Ni pensarlo siquiera. Como todos los seres vivientes, la mujer tiene en sí recursos propios. Que se le deje entrar en la vida y desarrollarse a su gusto. Ella sola es el juez de lo que puede y debe hacer.

Siempre sucedió lo mismo. Los nobles no querían que los burgueses se emanciparan, porque se consideraban superiores. Los burgueses hoy no quieren que los trabajadores se liberten; también se creen superiores. Los militares quieren sobreponerse a los civiles, y los curas a los laicos. Los civilizados miran con desprecio a los salvajes, sin reparar que la distancia que les separa solo es un accidente de la evolución general. Cada pueblo se cree superior a los demás. Cada uno de nosotros créese ser más sincero que el resto de los hombres. La idea que tiene el hombre respecto a su superioridad sobre la mujer, no tiene fundamentos sólidos. Es una ilusión nacida del deseo de dominar.

Sobre todas las cosas está el deseo de dominar. Con la simple lectura del código se nota que son los hombres los que han hecho las leyes. La manera como hablan los legisladores de los hechos y de los deberes de cada uno de los esposos, la manera opuesta de considerar el adulterio en cada caso, y la manera como tratan a la madre y al hijo natural, son verdaderamente encantadoras. Desenvuélvese un egoísmo tan ingenuo que casi desarma la indignación. El poder legal del marido casi no tiene límites y el de la esposa es nulo. Ella le pertenece; pero él a ella no. Que la mujer sea feliz o desgraciada depende de la buena voluntad del hombre; pues la ley que la ha entregado no la defiende. A decir verdad, la mujer, al igual que en las edades prehistóricas, está considerada, no como una persona, sino como una propiedad. Para que el amor pueda nacer y durar entre el esclavo y la cierva, son necesarias circunstancias excepcionales. La mayoría de las veces no hay amor; hay solo el cambio de dos deseos momentáneos, o quizá peor, brutalidad de una parte y sumisión de otra. En materia de matrimonio la propiedad es la violencia.

Para salir de este estado humillante de cosa poseída, la mujer busca cada día más a libertarse de la tutela del hombre, viviendo de su propio trabajo. Pero se encuentra con el patrono arrogante que, como precio a trabajos más penosos, le ofrece un salario para morirse de hambre.

Para no morirse, muchas mujeres buscan refugio en la prostitución. ¡Si al menos estuviesen seguras, obrando así, de evitar el suicidio!

Cada vez que la mujer quiere emanciparse, cuando de simple cosa quiere convertirse en persona, el hombre pone todo su esfuerzo para impedirlo. No quiere que ella desarrolle sus facultades para convertirse en su igual. Los diputados no quieren mujeres electoras ni elegibles; los magistrados no quieren que las mujeres cursen derecho; los médicos no quieren que las mujeres estén agregadas a la facultad u ocupen alguna cátedra. En las bellas artes los alumnos se oponen a las entradas de las alumnas. Pues bien, a pesar de todas las ridiculeces y dificultades de todo género, un buen número de mujeres cursan las ciencias, las letras y las artes, y algunas veces con mejor provecho que los hombres.

No hay para qué ocultarlo; en el fondo el hombre desdeña a la mujer, y la amabilidad que aparenta en su presencia es una abominable hipocresía destinada a enmascarar la condición de esclava en que la tiene sujeta.

Tal desdén se refleja hasta en el lenguaje. Para significar todos los seres de nuestra especie decimos: el hombre, los hombres, la humanidad. La mujer está comprendida también a título inferior, y por lo mismo ni se la nombra.

Cuando afirma haber separado a la mujer de la vida social por la delicadeza de su organismo, el hombre miente. Si esto fuera verdad, el hombre se habría encargado de todos los trabajos penosos y repugnantes, dejando para su compañera los trabajos fáciles, y en primer lugar el estudio. No lo ha hecho, porque no ha querido. Desde el origen de las sociedades, todos los esfuerzos del hombre se han dirigido a impedir que la mujer se instruya. ¿Por qué? Porque un esclavo que se instruye, deja de ser un buen esclavo.

La educación que se da a la joven es una educación servil. No se preocupan de desarrollar sus aptitudes, sino de formarla para que tenga un dueño, Se la enseña lo justo para que no haga muchas faltas de ortografía y para que no parezca cursi en una conversación; se consiente en adornar su espíritu con algunas artes que distraigan; se la concede meter ruido en el piano, ya que esto no es peligroso para la prerrogativas del hombre. Pero se guardan mucho de hacerle conocer las ciencias, que le abrirían los ojos sobre las mentiras religiosas o sociales, fundamentos de su servilismo; no quieren que se interese en la vida pública, que observe la sociedad frente a frente, ni que se forme sobre las instituciones ideas que podrían muy bien rebelarla.

Se la encierra en casa, entre la cocina y las labores; se atonta su inteligencia con lecturas perniciosas; se degrada su carácter para que obedezca. ¡Obedecer! Es lo que desde un principio se esfuerzan en imponerle como norma de toda su vida. Al mismo tiempo atácase su sentido moral con exhortaciones que llaman virtuosas y en realidad son degradantes. Se hace creer a la joven que es vergonzoso amar libremente a un joven y ser madre sin haber cumplido las ceremonias establecidas; en cambio se le hace creer que no es denigrante el venderse a un viejo mientras se cumplan las ceremonias. Escondiéndole la verdad, reglamentando sus lecturas, se la ultraja: se le hace la injuria de suponer que, entregada a sí misma, sería incapaz de sostenerse; considérasela, con el criterio cristiano, un ser impuro. Degradado en su cuerpo, y lo que es peor, en su cerebro, la mujer es víctima de todas las supersticiones y de todos los prejuicios.

Pues bien, nosotros queremos para la mujer, como para el hombre, una educación esencialmente científica. Las ciencias, y sobre todo las naturales, son indispensables a la mujer; por de pronto para limpiar su cerebro de todas las estupideces que la entorpecen; luego como la mujer alumbra y cría, necesita conocer su organismo, saber lo que es la vida, el amor, la muerte. ¿Cómo ha de cuidar un niño, si ignora la anatomía, la fisiología y la medicina? Yo quisiera que todas las jóvenes y los jóvenes también, pasaran unos dos años o tres en los hospitales y aprendiesen el arte de curar y el respeto al dolor humano. Esto valdría más que los cursos de piano para las unas y el servicio militar para los otros.

Esclava desde tantos siglos, la mujer conserva las costumbres de esclava, el pensar de esclava, los gustos de esclava. Observadla: en la más honesta encontraréis trazas de venalidad, hasta con su marido. Al ofrecerla un vestido nuevo o un regalo cualquiera, veréis que se torna más amable; esto es vergonzoso. Como todos los esclavos, aplaude el éxito, y, al mérito modesto, prefiere las medianías que consiguen notoriedad. Tiene una necesidad malsana de bien parecer, de atraer las miradas; un deseo perverso de dominar, de humillar. Como a los salvajes, le gustan las cosas doradas, las pedrerías, la compostura inútil y embarazosa; horas enteras se pasan frente a los escaparates de las joyerías, mirando cosas feas, pero brillantes; cúbrense de collares, brazaletes, sortijas, pendientes, cintas y de un sin número de cosas que no tienen razón de ser, pero que cuestan muchísimo, agravando con esto la lucha por la vida.

Su tocado es, ante todo, antihigiénico y contraproducente. Lleva plumas en la cabeza, como los salvajes –y como los generales–; como los salvajes gusta de las pinturas corporales; pinta sus ojos, sus labios, sus mejillas; como los salvajes, se deforma y se mutila; agujerea sus orejas para colgar objetos, y gracias a que ha perdido la costumbre de agujerearse los labios y la nariz. Comprime sus pies con zapatos extravagantes, que la imposibilita caminar naturalmente; comprime sus pulmones y su estómago con el corsé, comprometiendo así su salud y la de los hijos que tendrá... ¡si puede! Pero esto poco le importa: en los cerebros que están deprimidos por la esclavitud, la vanidad es más fuerte que todo.

Es necesario que esto acabe. Es necesario que la mujer tome conciencia de sí misma, se canse de su estado presente, se niegue a ser por más tiempo ora una muñeca, ora una sirvienta y siempre una propiedad. Es necesario que sepa que no hay dignidad posible ni moralidad sino en la libertad, en la plena posesión de sí misma. Quiera ser libre, y lo será. La libertad de la mujer sería una gran revolución cuyas consecuencias no pueden calcularse. Sería el fin de las religiones, que sólo subsisten por ella, y por ella tienen aún al hijo y al hombre. Sería el fin de las guerras, que las mujeres detestan porque en ellas perecen tantos maridos e hijos. La adaptación de la mujer a las tareas modestas ha tenido algo de bueno, ya que le ha hecho perder las costumbres brutales y el gusto del homicidio. La mujer instruida, entrando en la vida social, sería el medio más eficaz para la pacificación y el desarme, y no las palabras hueras de los déspotas. Sería el fin de la prostitución, del relajamiento mercenario y vil. Sería el fin del reino de la violencia y del aplastamiento de los débiles por los fuertes. Sería el advenimiento de la piedad y de la bondad.

La mujer libre es una humanidad nueva que se levanta.
 

René Chaughi




Folleto de 8 páginas, número 14 de la Biblioteca de «Salud y Fuerza» (revista neo-malthusiana ilustrada)

«Imprenta de SALUD Y FUERZA, Villarroel, 7.»


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