El 6 de agosto de 1936, en un momento luminoso de la revolución española, escribía Solidaridad Obrera: «Los militares han sido la pesadilla de la nación». La frase podría servir de epígrafe a una historia del último medio siglo en la Argentina.
El ejército argentino, organizado como ejército regular después de la batalla de Caseros, tuvo su mirada puesta en los ejércitos europeos durante muchas décadas. Sarmiento fundó el Colegio militar con el fin de «europeizar» técnica e ideológicamente a la oficialidad nacional. La tecnificación se logró, en mayor o menor grado; la ideologización también. Tuvo así el país un ejército «liberal», con todas las consecuencias que ello suponía. Liberales fueron los más de los oficiales argentinos, porque creían firmemente en el libre cambio y en la libre empresa. También lo fueron en lo político y en lo cultural. Pensaban que cada ciudadano podía expresar sus ideas, cualesquiera que fuesen, siempre que con ello no atentara contra la Constitución, es decir, contra la propiedad privada, la familia patriarcal, la jerarquía de las clases, la autoridad del gobierno. Un argentino podía ser católico, metodista o agnóstico: conservador, radical o hasta socialista. Pero, desde luego, no comunista o anarquista. Se podía, según ellos y según los gobiernos que sustentaban, criticar a los hombres y a las instituciones y hablar mal de los ministros y aun del Presidente, durante todo el año, pero el día de las elecciones no se podía votar sino por quien asegurara la continuidad del orden y del progreso. El presidente Roca tuvo un conflicto con el nuncio papal; los generales leían a Spencer y aun a José Ingenieros; la educación era laica, gratuita y obligatoria. Pero, en caso de huelga, las fuerzas armadas tenían ya preparados a sus Falcón y sus Varela, siempre prontos para servir a la patria, masacrando obreros (Cfr. O. Bayer. La Patagonia rebelde).
Este «liberalismo» de los militares argentinos, suficiente para asegurar la perduración del latifundio y el dominio político de la oligarquía, comenzó, sin embargo, a ser cuestionado, por su debilidad intrínseca, a partir del ascenso a la clase media y del triunfo del radicalismo (1916). En los años 20 algunos oficiales empezaron a ver con simpatía el triunfo del fascismo italiano y se sintieron deslumbrados por la retórica grandilocuente de Mussolini. Hacia fines de esa década esos militares formaban ya un grupo significativo, que consolidaba su ideario con la lectura de Maurras y el magisterio «filosófico» de algunos «hispanistas». El nacionalismo consistía, por entonces, en abjurar de toda la historia nacional (hecha por masones y jacobinos), para reivindicar a Felipe II, y en soñar con la reinstauración del Virreinato, por encima de ese engendro rousseauniano llamado República Argentina. Se trata de reinventar la Santa Inquisición, contra anarquistas, comunistas, socialistas y aun liberales; de negar el internacionalismo «moscovita» en pro del internacionalismo vaticano; de impedir a toda costa, con la cruz y con la espada, que alguien tomara en serio la frase del Evangelio: Esurientes implevit bonis et divites dimisit inanes («A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos los devolvió vacíos», es decir, los despojó de sus riquezas). El 6 de septiembre de 1930, el general Uriburu interrumpió medio siglo de relativo constitucionalismo civilista a fin de asegurar lo esencial de esos ideales del «nacionalismo», y derrocó al Presidente Irigoyen. Lo acompañaron en el golpe, además de los cadetes de la Escuela Militar, un selecto grupo de oficiales del ejército, entre los cuales estaban el capitán Perón, el capitán Franklin Lucero, el mayor Sosa Molina, etc. Era «la hora de la espada», como diría el ex anarquista Lugones. Uno de los ideólogos de aquel primer golpe fascista de los militares argentinos, Carlos Ibarguren (La historia que he vivido, Buenos Aires, 1969, p. 369), describe así el ideario de quienes inspiraron, realizaron y usufructuaron la «gloriosa» revolución de 1930:
En la década del 30 la ideología fascista logró prestigio creciente entre los militares argentinos, así como entre una minoría de intelectuales «aristocráticos». El triunfo de Hitler en Alemania y de Salazar en Portugal; el falangismo español de José Antonio Primo de Rivera; Codreanu y la Guardia de Hierro, etc., para no hablar del Estado Novo de Getulio Vargas, del integrismo de Plinio Salgado y de otros avances de las fuerzas totalitarias, corroboraron las iniciales tendencias de algunos y arrastraron a otros hasta entonces indecisos.
Mientras Uriburu desmantelaba la FORA y, aplicando con rigor la famosa «ley de residencia», devolvía a Italia o España a los más aguerridos luchadores obreros, los intelectuales «nacionalistas» revisaban la historia argentina, exaltaban a Rosas, denigraban a Sarmiento y Rivadavia, confeccionaban impecables sonetos a lo Garcilaso y se esforzaban por sustituir a Hegel por San Agustín y a Kant por Santo Tomás.
Muchos oficiales, aleccionados por «filósofos» como Giordano Bruno Genta, empezaron a sentirse «cruzados», cuya misión sagrada era la lucha contra el comunismo y su lacayo, el demoliberalismo. Surgieron logias evidentemente imbuidas de ideales fascistas o falangistas. El GOU (Grupo de Oficiales Unidos), que llevó al poder, en 1943, a Ramírez, Farrell y Perón, fue una de ellas. La viveza criolla de éste último (más próxima, sin duda, a la sabiduría del viejo Vizcacha que a la de Martín Fierro) supo disfrazar hábilmente la aspiración a un Estado corporativo con el percal floreado de las dádivas y los «beneficios sociales». Pero cuando el fascismo manso y campechano dejó de ser posible (porque ya no sobraba nada para regalar) el fascismo en su pura virulencia resurgió. Lonardi y sus amigos de la Unión Federal en 1955 eran parientes cercanos del franquismo contemporáneo, pero los «liberales» de Aramburu, recogiendo la herencia de Agustín P. Justo y de Roca, prefirieron retornar a vías más moderadas. Cuando éstas se mostraron insuficientes surgió, una década más tarde, Onganía, progenie del Opus Dei y de la CIA, de los Cursillos de Cristiandad y de la OAS Con menos inhibiciones que Lonardi (y también con menos oposición dentro de las fuerzas armadas), Onganía asumió alegremente la postulación de un corporativismo tecnocrático. Para ello, comenzó por echar de la Universidad nacional a los mejores técnicos y hombres de ciencia. La petulante ineficiencia de su gobierno naufragó en el Cordobazo. Fue el turno de la otra cara del fascismo criollo. Retornó entonces, con sus recapturadas preseas de general, Juan Domingo Perón, seguido por su cohorte de brujos y su comparsa de guerrilleros. Estos eran «socialistas-nacionalistas, aquellos «nacional socialistas» (lo cual, en el fondo, viene a ser lo mismo). Perón los cubrió primero, a unos y otros, con su bonhomía de duce resucitado. Hacia el final, repudió a los montoneros cuya estridencia pseudo-revolucionaria turbaba sus siestas de anciano apacible; y se quedó con López Rega y los sindicalistas, para liquidar desde el gobierno a los «apresurados». Sentó así las bases de la represión apocalíptica; fundó directa o indirectamente, queriéndolo o sin quererlo, los escuadrones de la muerte y la Triple A, cuya titularidad ostentaban López Rega, y otros camelots du roi.
El golpe de 1976 dio lugar al período indudablemente más sangriento y amoral de toda la historia argentina. Los militares reivindicaron el monopolio del crimen y de la corrupción. Declararon la guerra a la subversión, que identificaban con «el marxismo apátrida», aunque era más bien supernacionalismo fascista, en la mayoría de los casos. Se dio la paradoja –que sólo puede darse en la Argentina– de una versión del fascismo tratando de exterminar a otra. Esencialmente la lucha «militares versus montoneros» fue el enfrentamiento de dos fascismos: un fascismo que defiende la civilización «occidental y cristiana», es decir, los intereses de Estados Unidos, de las transnacionales, de la jerarquía católica, de la oligarquía financiera y, sobre todo, de las fuerzas armadas, y otro, tercermundista, apoyado a veces en Cuba, a veces en los países árabes y en el capital petrolero, siempre nostálgico de la figura del líder (el Duce), alimentado ideológicamente por los desechos del marxismo y por las ambigü̈edades de cierta teología postconciliar, básicamente católica y no carente de afinidades con el falangismo «independiente» en todo lo que se refiere a la concepción del Estado –los sindicatos, la iglesia, la familia, etc. (Linke Leute von Recht)–. Es claro que la gran redada represiva arrastró muchos hombres que no eran montoneros ni socialistas-nacionales. Cayeron en ella marxistas (más o menos auténticos), socialdemócratas, radicales y hasta algún anarquista; personalidades independientes, cristianos sinceros, defensores de los derechos humanos, etc. Los liberales, en cambio, se plegaron o se replegaron. Videla tuvo, más que el mismo Mussolini, sus Salandra y sus Giolitti. El Estado Fascista asumió la vestidura de Estado terrorista. Los militares, dueños del poder absoluto, consideraron «que el principio de sujeción a la ley, la publicidad de los actos y el control judicial de los mismos incapacitan definitivamente al Estado para la defensa de los intereses de la sociedad», y de tales premisas surgió «la necesidad de estructuración –casi con tanta fuerza como el Estado Público– del Estado clandestino y, como instrumento de éste, el terror como método» (E.L. Duhalde, El Estado terrorista argentino, Buenos Aires, 1983, p. 28). En esta nueva modalidad del fascismo argentino los militares no sólo asumen el poder absoluto, no sólo subordinan la sociedad al Estado y el Estado a las fuerzas armadas, sino también hacen tabla rasa de toda normalidad jurídica y ética. Para poder defender mejor la ley y la moral, suprimen toda moral y toda ley. Su poder, tanto más obsceno cuanto más pretende ejercerse en nombre de los valores cristianos, tanto más semejante al despotismo oriental cuanto más se esfuerza por mostrarse paladín de la civilización occidental, tiende a ser así no sólo infinito sino también (como diría Spinoza) infinitamente infinito. Tal fascismo castrense ultraterrorista se basa en la doctrina de la seguridad nacional. Esta doctrina «acabada elaboración del Estado Mayor Conjunto Militar de los Estados Unidos» es, como dice Duhalde, el fundamento de «los Estados militares o Estados contrainsurgentes que han desembocado en la constitución de los Estados terroristas» (op. cit. p. 32). El mencionado historiador caracteriza así esos Estados, de los cuales son ejemplos el Chile de Pinochet, el Uruguay de Gregorio Álvarez y la Argentina de Videla, Viola y Galtieri: «En ellos, el énfasis de su discurso ideológico está puesto en la defensa de la seguridad de la nación, supuestamente amenazada por «la agresión permanente al servicio de una superpotencia extracontinental e imperialista», en palabras de Augusto Pinochet, la que está representada por la infiltración en el seno del país, de elementos subversivos empeñados en destruirlo en todos los órdenes. Dichos elementos –se sostiene– han logrado o se empeñan en lograr la destrucción del sistema democrático occidental, influidos por el marxismo mediante proyectos políticos ajenos a la idiosincrasia y a las tradiciones de sus respectivos pueblos. La preocupación prioritaria y determinante, que orienta la acción del Estado es, en consecuencia, la lucha frontal contra las actividades de todas las organizaciones sociales, sindicales, políticas y, por supuesto, armadas, cuyos postulados o actividades conlleven, de alguna manera, propuestas alternativas o diferentes del que se caracteriza como el modo de vida occidental y cristiano» (op. cit. p. 32-33).
El Estado terrorista argentino instaurado en 1976 no puede confundirse con las clásicas dictaduras latinoamericanas, ni siquiera con las más arbitrarias y sangrientas. Entre otras diferencias podría señalarse la siguiente: los clásicos dictadores latinoamericanos (Juan Vicente Gómez, en Venezuela, por ejemplo), aunque en la mayoría de los casos son militares y llegan al poder con el apoyo de las fuerzas armadas, no suelen perseguir sino a quienes se oponen directamente a su gobierno, a sus intereses o a los de su grupo y su clase. Ejercen un terror limitado por la economía de sus propias fuerzas y por la estrechez de sus perspectivas. En cambio, la represión del Estado terrorista es absoluta y universal. Y si en verdad el terror es, como dice Hanna Arendt, la esencia de la dominación totalitaria, resulta evidente que ese Estado ha llevado el fascismo a su perfección ontológica. Un tristemente célebre gobernador argentino, el general Saint Jean, sintetizó así el programa político del Proceso: «Primero vamos a matar a todos los subversivos, después a sus colaboradores, después a los simpatizantes, después a los indiferentes, y por último a los tibios». Sin embargo, el terror no se limita al asesinato: recorre todos los ámbitos de la existencia humana, se implanta en la fábrica, en el taller, en el periódico, en la escuela, en el arte, en la familia, etc. Afecta a individuos de toda edad, profesión, condición social (aunque obviamente prefiere a los de las clases inferiores). Mueren o desaparecen individuos que tienen entre ochenta años y ochenta días. Pero lo más significativo no es el aspecto cuantitativo de la represión (en lo cual Videla tal vez fue superado por Hitler, aunque no por Mussolini, Stalin o Franco) sino el cualitativo, donde no sería aventurado afirmar que el régimen militar fascista argentino ha alcanzado cumbres nunca escaladas en la historia latinoamericana y universal. No creo que el refinamiento sádico de los torturadores de la Escuela de mecánica de la Armada haya sido superado en Auschwitz. Me parece, por el contrario, que la Gestapo hubiera podido aprender bastante de los Grupos de tarea argentinos, y que Mengele, más que dar lecciones a Astiz, debería haberlas tomado de él.
Puede decirse, en todo caso, en favor de los nazis alemanes, que no unían la hipocresía a la sevicia, que no se escondían detrás de la cruz de Cristo sino que llevaban con orgullo, por delante, la cruz gamada (para muchos, la cruz del Anticristo). El gran problema es que los fascistas argentinos no tuvieron su ̈Nuremberg. Después de oprimir, empobrecer y asesinar «valientemente» a su propio pueblo, los militares argentinos emprendieron una guerra absurda (cortina de humo, autojustificación, pero también consecuencia forzosa de la ideología fascista, que tiende necesariamente al conflicto bélico). Vencieron a los montoneros, pero no pudieron vencer a los ingleses. Demostraron que no sólo eran absolutamente ineptos como gobernantes sino también enteramente incapaces como militares. Lo menos que se podría pedir frente a esta demostrada y palmaria inutilidad es la abolición de tales fuerzas armadas o por lo menos su reducción a una limitadísima oficina técnica. Pero esto seguramente no sucederá.
Publicado en Polémica, n.º 17, mayo 1985
Fuente: revista polémica
El ejército argentino, organizado como ejército regular después de la batalla de Caseros, tuvo su mirada puesta en los ejércitos europeos durante muchas décadas. Sarmiento fundó el Colegio militar con el fin de «europeizar» técnica e ideológicamente a la oficialidad nacional. La tecnificación se logró, en mayor o menor grado; la ideologización también. Tuvo así el país un ejército «liberal», con todas las consecuencias que ello suponía. Liberales fueron los más de los oficiales argentinos, porque creían firmemente en el libre cambio y en la libre empresa. También lo fueron en lo político y en lo cultural. Pensaban que cada ciudadano podía expresar sus ideas, cualesquiera que fuesen, siempre que con ello no atentara contra la Constitución, es decir, contra la propiedad privada, la familia patriarcal, la jerarquía de las clases, la autoridad del gobierno. Un argentino podía ser católico, metodista o agnóstico: conservador, radical o hasta socialista. Pero, desde luego, no comunista o anarquista. Se podía, según ellos y según los gobiernos que sustentaban, criticar a los hombres y a las instituciones y hablar mal de los ministros y aun del Presidente, durante todo el año, pero el día de las elecciones no se podía votar sino por quien asegurara la continuidad del orden y del progreso. El presidente Roca tuvo un conflicto con el nuncio papal; los generales leían a Spencer y aun a José Ingenieros; la educación era laica, gratuita y obligatoria. Pero, en caso de huelga, las fuerzas armadas tenían ya preparados a sus Falcón y sus Varela, siempre prontos para servir a la patria, masacrando obreros (Cfr. O. Bayer. La Patagonia rebelde).
Este «liberalismo» de los militares argentinos, suficiente para asegurar la perduración del latifundio y el dominio político de la oligarquía, comenzó, sin embargo, a ser cuestionado, por su debilidad intrínseca, a partir del ascenso a la clase media y del triunfo del radicalismo (1916). En los años 20 algunos oficiales empezaron a ver con simpatía el triunfo del fascismo italiano y se sintieron deslumbrados por la retórica grandilocuente de Mussolini. Hacia fines de esa década esos militares formaban ya un grupo significativo, que consolidaba su ideario con la lectura de Maurras y el magisterio «filosófico» de algunos «hispanistas». El nacionalismo consistía, por entonces, en abjurar de toda la historia nacional (hecha por masones y jacobinos), para reivindicar a Felipe II, y en soñar con la reinstauración del Virreinato, por encima de ese engendro rousseauniano llamado República Argentina. Se trata de reinventar la Santa Inquisición, contra anarquistas, comunistas, socialistas y aun liberales; de negar el internacionalismo «moscovita» en pro del internacionalismo vaticano; de impedir a toda costa, con la cruz y con la espada, que alguien tomara en serio la frase del Evangelio: Esurientes implevit bonis et divites dimisit inanes («A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos los devolvió vacíos», es decir, los despojó de sus riquezas). El 6 de septiembre de 1930, el general Uriburu interrumpió medio siglo de relativo constitucionalismo civilista a fin de asegurar lo esencial de esos ideales del «nacionalismo», y derrocó al Presidente Irigoyen. Lo acompañaron en el golpe, además de los cadetes de la Escuela Militar, un selecto grupo de oficiales del ejército, entre los cuales estaban el capitán Perón, el capitán Franklin Lucero, el mayor Sosa Molina, etc. Era «la hora de la espada», como diría el ex anarquista Lugones. Uno de los ideólogos de aquel primer golpe fascista de los militares argentinos, Carlos Ibarguren (La historia que he vivido, Buenos Aires, 1969, p. 369), describe así el ideario de quienes inspiraron, realizaron y usufructuaron la «gloriosa» revolución de 1930:
Esos núcleos de juventud sentíanse disconformes con nuestro régimen individualista, que fomentaba la anarquía en una época en que el clima de la sociedad sufría grandes conmociones en el mundo. En Francia, cuya cultura y mentalidad ejercían poderosa influencia entre nosotros, el modo de obrar y la prédica del gran político y nacionalista Maurras y de la Action Fraçaise –descartando la tendencia monárquica– provocaba revuelo en esos momentos, lo que atrajo aquí profundo interés en muchos jóvenes, determinando tendencias políticas y sociales definidas, en cuanto a combatir el liberalismo y el parlamentarismo, a la necesidad de organizar un Estado vigoroso y un gobierno representativo del país real y no de los comités electoralistas; a los anhelos de la implantación de una democracia funcional, basada en las fuerzas sociales y no en los partidos manejados y usufructuados por demagogos y oligarquías de políticos profesionales. Ejercían también influencia las ideas difundidas por Mussolini, y si bien repudiábanse las dictaduras (?), sosteníase la necesidad de gobiernos fuertes que mantuvieran enérgicamente el orden social, las jerarquías y la disciplina para evitar la amenaza del comunismo soviético.De hecho, el gobierno de Uriburu cumplió, hasta donde pudo, con este programa. La represión contra los políticos (radicales, socialistas) fue leve, si se la compara con la que ejerció contra los militantes obreros. La prisión de Usuhaia, «el sepulcro de los vivos» del extremo sudargentino, se llenó de anarquistas y comunistas; se implantó sistemáticamente la tortura; se fusiló a Severino Di Giovanni y a otros revolucionarios.
En la década del 30 la ideología fascista logró prestigio creciente entre los militares argentinos, así como entre una minoría de intelectuales «aristocráticos». El triunfo de Hitler en Alemania y de Salazar en Portugal; el falangismo español de José Antonio Primo de Rivera; Codreanu y la Guardia de Hierro, etc., para no hablar del Estado Novo de Getulio Vargas, del integrismo de Plinio Salgado y de otros avances de las fuerzas totalitarias, corroboraron las iniciales tendencias de algunos y arrastraron a otros hasta entonces indecisos.
Mientras Uriburu desmantelaba la FORA y, aplicando con rigor la famosa «ley de residencia», devolvía a Italia o España a los más aguerridos luchadores obreros, los intelectuales «nacionalistas» revisaban la historia argentina, exaltaban a Rosas, denigraban a Sarmiento y Rivadavia, confeccionaban impecables sonetos a lo Garcilaso y se esforzaban por sustituir a Hegel por San Agustín y a Kant por Santo Tomás.
Muchos oficiales, aleccionados por «filósofos» como Giordano Bruno Genta, empezaron a sentirse «cruzados», cuya misión sagrada era la lucha contra el comunismo y su lacayo, el demoliberalismo. Surgieron logias evidentemente imbuidas de ideales fascistas o falangistas. El GOU (Grupo de Oficiales Unidos), que llevó al poder, en 1943, a Ramírez, Farrell y Perón, fue una de ellas. La viveza criolla de éste último (más próxima, sin duda, a la sabiduría del viejo Vizcacha que a la de Martín Fierro) supo disfrazar hábilmente la aspiración a un Estado corporativo con el percal floreado de las dádivas y los «beneficios sociales». Pero cuando el fascismo manso y campechano dejó de ser posible (porque ya no sobraba nada para regalar) el fascismo en su pura virulencia resurgió. Lonardi y sus amigos de la Unión Federal en 1955 eran parientes cercanos del franquismo contemporáneo, pero los «liberales» de Aramburu, recogiendo la herencia de Agustín P. Justo y de Roca, prefirieron retornar a vías más moderadas. Cuando éstas se mostraron insuficientes surgió, una década más tarde, Onganía, progenie del Opus Dei y de la CIA, de los Cursillos de Cristiandad y de la OAS Con menos inhibiciones que Lonardi (y también con menos oposición dentro de las fuerzas armadas), Onganía asumió alegremente la postulación de un corporativismo tecnocrático. Para ello, comenzó por echar de la Universidad nacional a los mejores técnicos y hombres de ciencia. La petulante ineficiencia de su gobierno naufragó en el Cordobazo. Fue el turno de la otra cara del fascismo criollo. Retornó entonces, con sus recapturadas preseas de general, Juan Domingo Perón, seguido por su cohorte de brujos y su comparsa de guerrilleros. Estos eran «socialistas-nacionalistas, aquellos «nacional socialistas» (lo cual, en el fondo, viene a ser lo mismo). Perón los cubrió primero, a unos y otros, con su bonhomía de duce resucitado. Hacia el final, repudió a los montoneros cuya estridencia pseudo-revolucionaria turbaba sus siestas de anciano apacible; y se quedó con López Rega y los sindicalistas, para liquidar desde el gobierno a los «apresurados». Sentó así las bases de la represión apocalíptica; fundó directa o indirectamente, queriéndolo o sin quererlo, los escuadrones de la muerte y la Triple A, cuya titularidad ostentaban López Rega, y otros camelots du roi.
El golpe de 1976 dio lugar al período indudablemente más sangriento y amoral de toda la historia argentina. Los militares reivindicaron el monopolio del crimen y de la corrupción. Declararon la guerra a la subversión, que identificaban con «el marxismo apátrida», aunque era más bien supernacionalismo fascista, en la mayoría de los casos. Se dio la paradoja –que sólo puede darse en la Argentina– de una versión del fascismo tratando de exterminar a otra. Esencialmente la lucha «militares versus montoneros» fue el enfrentamiento de dos fascismos: un fascismo que defiende la civilización «occidental y cristiana», es decir, los intereses de Estados Unidos, de las transnacionales, de la jerarquía católica, de la oligarquía financiera y, sobre todo, de las fuerzas armadas, y otro, tercermundista, apoyado a veces en Cuba, a veces en los países árabes y en el capital petrolero, siempre nostálgico de la figura del líder (el Duce), alimentado ideológicamente por los desechos del marxismo y por las ambigü̈edades de cierta teología postconciliar, básicamente católica y no carente de afinidades con el falangismo «independiente» en todo lo que se refiere a la concepción del Estado –los sindicatos, la iglesia, la familia, etc. (Linke Leute von Recht)–. Es claro que la gran redada represiva arrastró muchos hombres que no eran montoneros ni socialistas-nacionales. Cayeron en ella marxistas (más o menos auténticos), socialdemócratas, radicales y hasta algún anarquista; personalidades independientes, cristianos sinceros, defensores de los derechos humanos, etc. Los liberales, en cambio, se plegaron o se replegaron. Videla tuvo, más que el mismo Mussolini, sus Salandra y sus Giolitti. El Estado Fascista asumió la vestidura de Estado terrorista. Los militares, dueños del poder absoluto, consideraron «que el principio de sujeción a la ley, la publicidad de los actos y el control judicial de los mismos incapacitan definitivamente al Estado para la defensa de los intereses de la sociedad», y de tales premisas surgió «la necesidad de estructuración –casi con tanta fuerza como el Estado Público– del Estado clandestino y, como instrumento de éste, el terror como método» (E.L. Duhalde, El Estado terrorista argentino, Buenos Aires, 1983, p. 28). En esta nueva modalidad del fascismo argentino los militares no sólo asumen el poder absoluto, no sólo subordinan la sociedad al Estado y el Estado a las fuerzas armadas, sino también hacen tabla rasa de toda normalidad jurídica y ética. Para poder defender mejor la ley y la moral, suprimen toda moral y toda ley. Su poder, tanto más obsceno cuanto más pretende ejercerse en nombre de los valores cristianos, tanto más semejante al despotismo oriental cuanto más se esfuerza por mostrarse paladín de la civilización occidental, tiende a ser así no sólo infinito sino también (como diría Spinoza) infinitamente infinito. Tal fascismo castrense ultraterrorista se basa en la doctrina de la seguridad nacional. Esta doctrina «acabada elaboración del Estado Mayor Conjunto Militar de los Estados Unidos» es, como dice Duhalde, el fundamento de «los Estados militares o Estados contrainsurgentes que han desembocado en la constitución de los Estados terroristas» (op. cit. p. 32). El mencionado historiador caracteriza así esos Estados, de los cuales son ejemplos el Chile de Pinochet, el Uruguay de Gregorio Álvarez y la Argentina de Videla, Viola y Galtieri: «En ellos, el énfasis de su discurso ideológico está puesto en la defensa de la seguridad de la nación, supuestamente amenazada por «la agresión permanente al servicio de una superpotencia extracontinental e imperialista», en palabras de Augusto Pinochet, la que está representada por la infiltración en el seno del país, de elementos subversivos empeñados en destruirlo en todos los órdenes. Dichos elementos –se sostiene– han logrado o se empeñan en lograr la destrucción del sistema democrático occidental, influidos por el marxismo mediante proyectos políticos ajenos a la idiosincrasia y a las tradiciones de sus respectivos pueblos. La preocupación prioritaria y determinante, que orienta la acción del Estado es, en consecuencia, la lucha frontal contra las actividades de todas las organizaciones sociales, sindicales, políticas y, por supuesto, armadas, cuyos postulados o actividades conlleven, de alguna manera, propuestas alternativas o diferentes del que se caracteriza como el modo de vida occidental y cristiano» (op. cit. p. 32-33).
El Estado terrorista argentino instaurado en 1976 no puede confundirse con las clásicas dictaduras latinoamericanas, ni siquiera con las más arbitrarias y sangrientas. Entre otras diferencias podría señalarse la siguiente: los clásicos dictadores latinoamericanos (Juan Vicente Gómez, en Venezuela, por ejemplo), aunque en la mayoría de los casos son militares y llegan al poder con el apoyo de las fuerzas armadas, no suelen perseguir sino a quienes se oponen directamente a su gobierno, a sus intereses o a los de su grupo y su clase. Ejercen un terror limitado por la economía de sus propias fuerzas y por la estrechez de sus perspectivas. En cambio, la represión del Estado terrorista es absoluta y universal. Y si en verdad el terror es, como dice Hanna Arendt, la esencia de la dominación totalitaria, resulta evidente que ese Estado ha llevado el fascismo a su perfección ontológica. Un tristemente célebre gobernador argentino, el general Saint Jean, sintetizó así el programa político del Proceso: «Primero vamos a matar a todos los subversivos, después a sus colaboradores, después a los simpatizantes, después a los indiferentes, y por último a los tibios». Sin embargo, el terror no se limita al asesinato: recorre todos los ámbitos de la existencia humana, se implanta en la fábrica, en el taller, en el periódico, en la escuela, en el arte, en la familia, etc. Afecta a individuos de toda edad, profesión, condición social (aunque obviamente prefiere a los de las clases inferiores). Mueren o desaparecen individuos que tienen entre ochenta años y ochenta días. Pero lo más significativo no es el aspecto cuantitativo de la represión (en lo cual Videla tal vez fue superado por Hitler, aunque no por Mussolini, Stalin o Franco) sino el cualitativo, donde no sería aventurado afirmar que el régimen militar fascista argentino ha alcanzado cumbres nunca escaladas en la historia latinoamericana y universal. No creo que el refinamiento sádico de los torturadores de la Escuela de mecánica de la Armada haya sido superado en Auschwitz. Me parece, por el contrario, que la Gestapo hubiera podido aprender bastante de los Grupos de tarea argentinos, y que Mengele, más que dar lecciones a Astiz, debería haberlas tomado de él.
Puede decirse, en todo caso, en favor de los nazis alemanes, que no unían la hipocresía a la sevicia, que no se escondían detrás de la cruz de Cristo sino que llevaban con orgullo, por delante, la cruz gamada (para muchos, la cruz del Anticristo). El gran problema es que los fascistas argentinos no tuvieron su ̈Nuremberg. Después de oprimir, empobrecer y asesinar «valientemente» a su propio pueblo, los militares argentinos emprendieron una guerra absurda (cortina de humo, autojustificación, pero también consecuencia forzosa de la ideología fascista, que tiende necesariamente al conflicto bélico). Vencieron a los montoneros, pero no pudieron vencer a los ingleses. Demostraron que no sólo eran absolutamente ineptos como gobernantes sino también enteramente incapaces como militares. Lo menos que se podría pedir frente a esta demostrada y palmaria inutilidad es la abolición de tales fuerzas armadas o por lo menos su reducción a una limitadísima oficina técnica. Pero esto seguramente no sucederá.
Publicado en Polémica, n.º 17, mayo 1985
Fuente: revista polémica
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